viernes, febrero 16, 2007

DE SAFARI



Ayer, como todos los días antes de comer, a eso de las dos de la tarde, bajé a la calle con mi perro -y mis pensamientos- para acompañarle en sus necesidades fisiológicas. Una servidora solamente va de "voyeure", conste, pero en esta ocasión me dio por ir de cacería, ya ven. Cámara en ristre y con un chucho pequeño y pelirrojo de cuatro kilos de peso como asistente, me dispuse a hacer prácticas de "tiro". Desde que me ha dado por este afán de la fotografía reconozco que estoy inaguantable.
Lucía un sol espléndido, todo hay que decirlo. Me encaminé hasta el río que pasa cerca de mi casa y, una vez allí, bajé la escalinata que da acceso al estrecho sendero de piedra que está junto al agua. Ahí se está bien. Desde la pasarela ribereña ves cerquita el río verdoso, que a esa hora del día y con el sol en lo más alto, adquiere tonalidades tornasoladas y brillantes igual que si flotaran láminas de plata sobre su superficie.

Pachi, nervioso como es él, tiraba de un extremo de la correa. La menda lerenda, nerviosa como es ella, tiraba del otro extremo, tratando por todos los medios de enfocar con la lente y disparar a la presa con precisión, haciendo probaturas de exposición, ora más clara, ora más oscura, hasta dar con el enfoque deseado. El perro trataba simplemente de hacer deposición a gusto, con precisión o sin ella. Desde el pretil del puente, un anciano curioso observaba mis maniobras. Apoyé la cámara sobre una piedra para evitar que saliera movida la foto. ¡¡Zas!! disparé y listo. Satisfecha reanudé la marcha guardando la máquina en el bolsillo de mi parka. De repente... sentí algo viscoso en los dedos. Humm... me temía lo peor. Así que saqué la mano despacito y...¡tachán!...respiré aliviada, pues sólo era caca de pájaro. Una hermosa y fluída caquita verde de pájaro -o pato, en ese río hay muchos patos-.
Había caca en el dorso de la mano, ¡en la cámara! ¡¡ en el abrigo!! La mierda de pájaro no huele (puedo dar fe de ello porque investigué ese aspecto organoléptico).
Miré hacia el puente. El hombre ya se había ido. Menos mal, de lo contrarió se estaría descojonando de risa por hacerme la interesante con la dichosa digital.

"¡Vámonos, Pachi!" le dije "que es la hora de comer". El perrajo no quería volver a casa, para mí que opinaba que hacía muy bueno y que las bolas de pienso que le aguardaban en el comedero eran de todo punto prescindibles. Aún forcejeamos un rato más con la correa. Gané yo, pero no se engañen... otras veces gana él. Por fin, los cuatro regresamos a casa: mis pensamientos, el perro, la caca verde y yo.

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