lunes, febrero 26, 2007

UNA VELADA DE UN DÍA CUALQUIERA.


Pedí tan sólo media ración de callos con un chatín de vino, pero me pusieron una entera. Tú pediste patatas revolconas. Estábamos en medio del largo y estrecho tubo del local. Podía haberse llamado perfectamente "El tubo". En Zaragoza hay una zona de bares que se llama -o llamaba- de esa manera.
De fondo, unas bulerías de Camarón. El maestro nos sonreía desde cualquier ángulo del bar con su rostro joven y arrugado y su melena encrespada. Antes de irnos quisimos invitarle a una ronda, "ande, figura, tómese algo". Con su garganta rota y la voz quebrada nos dijo que no bebía mientras tenía que actuar, "tal vez más tarde". Los artistas con clase siempre te dan largas cuando les pides algo que no quieren hacer; los que no la tienen te dicen simplemente que no y pierden un admirador.

Salimos directos al Tostadero y no es ninguna metáfora, sencillamente no nos quemamos porque pusimos todos los medios a nuestro alcance: un par de alemanas fuertes y tostadas. Hablamos y fumamos, fumamos y hablamos... Si nos ve la señá ministra de esa guisa, nos manda fusilar al amanecer, pero nos escondimos en una trinchera que hay al fondo y echamos cuantas volutas de humo nos dio la gana, hasta que salieron con forma de máscara veneciana imitando a Melpómene, la musa de la tragedia.

Nada de agazapados. Nos fuimos de allí tan derechos como velas y, de reojo, le echamos un ojo al Soportal aprovechando que aún no habían puesto el cerrojo. "Vámonos al bar Tayno que, para tragarnos el fútbol, es mejor que éste otro tan fino.

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