martes, marzo 13, 2007

"EL CAMARERO DEL AMOR"


El camarero del amor siempre sonríe. Por la mañana, cuando la gente pasa camino a la playa cargada con sillas, sombrillas y demás artículos de baño, suele estar asomado a la puerta de su local, bien limpiando los veladores de la pequeña terraza o bien mirando simplemente.

Sonríen sus labios y sus ojillos entrecerrados también. El uniforme, impecable. Camisa blanca y pantalón negro, impolutos, y el mandil de color burdeos a juego con la decoración del bar.
En realidad no recuerdo el nombre del restaurante. Desde que se instaló frente al bloque de pisos donde está ubicada la vivienda veraniega de esta familia, dimos en conocerle con ese cariñoso apelativo –al restaurante y al dueño-, ¡El Camarero del Amor!

El tipo es simpático y siempre está contando alguna anécdota. Presume de tener una vasta cultura –y parece que no le falta, desde luego, sabe bien lo que se dice-; tiene a gala afirmar que los mejores productos que hay a diario en el mercado son para su restaurante; según él, todo lo que se ofrece en el menú está hecho artesanalmente, desde el pan hasta el café que tritura a diario grano a grano, pasando por las salsas y los daditos de menestra que, por más que nos diga, tienen un asombroso parecido a los de las bolsas de congelados, pero bueno... La decoración del sitio también es cosa suya, y asegura que los cuadros de las paredes los compró a un pintor que se los hizo en exclusiva para él, costándole la broma poco menos que los ojos de la cara. Lo cierto es que, si el paisano al principio resulta pintoresco, pasado un rato empieza a cargar. Es verdad que no es un camarero vulgar y corriente, tampoco se trata de un charlatán, más bien es un filósofo. Pero después de tomarte unos macarrones aliñados con su correspondiente tomate –casero, hecho por él-, su queso parmesano –naturalmente, rallado por él-, y una copita de vino – que, por supuesto, se encarga de comprar a un cosechero de no sé donde, que lo embotella en exclusiva para él tras vendimiar y prensar unas uvas criadas a sus propios pechos-, salpicado todo ello por la incontinente verborrea de su progenitor gastronómico, acaba uno con unos confesables –sí, sí, confesables- deseos de proponerle un ultimátum, “o se va Vd. ahora mismo o nos largamos nosotros, porque esto no hay quién lo aguante”.

¿De dónde viene entonces lo de camarero del amor? Muy sencillo. Además de ser, por lo que hemos observado, el más íntegro, coherente, limpio, etc, etc. de todo el cuerpo de hosteleros de la Comunidad Valenciana, el tío es un D. Juan y un infatigable adulador para las damas que, a poco sensibles que éstas sean, amén de comer en el plato, terminan comiendo de su mano en menos tiempo de lo que tarda en santiguarse un cura loco. Mi madre no ha podido dejar de sucumbir a sus encantos, tanto es así, que llegó un punto en el que era poco menos que incuestionable que el menú exhibido a diario en su panel era el mejor de todo el barrio con diferencia. De manera que, a regañadientes la mayoría de las veces, y por no quitarle a ella ese pequeño “capricho”, nos hemos visto conducidos todos los miembros de la familia detrás de la mamma cual recua de mulas, para aguantar pacientemente la ralladura del queso y la ralladura del tipo ese.

Siento nostalgia de la playa, hace mucho que no voy. El año pasado no estuvimos por asuntos de salud familiar. Nunca sospeché que algún día llegara a decir esto “¡¡Cómo echo de menos al Camarero del Amor!! ¡Lo que daría por ir a verle ahora mismo!! ¡Viva mi playita, viva el Camarero del amor!!

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