martes, marzo 20, 2007

TENGO QUE LEER...



Tengo que hacer, tengo que hacer, tengo que hacer... Tres palabras que son una constante en mi vida, en la vida de la mayoría de las personas, en la vida de las personas adscritas a la cultura occidental. Cuando uno “tiene que hacer”, generalmente relega a un segundo plano aquellas funciones que carecen de importancia o cuyo menor interés hace que puedan ser demoradas para más adelante.
Una servidora es tan rarita que hace todas las cosas al contrario de lo que debiera, y a veces aplaza cuestiones que, pudiendo inicialmente parecer superfluas o prescindibles, han contribuido a ser en su vida los pilares más básicos y fundamentales de lo que ella es como persona a día de hoy. Me estoy refiriendo a la lectura.

Cuando veo mi biblioteca, de la cual tan orgullosa me siento -pues allí viven, crecen, se reproducen como conejos y se entienden entre ellos lo mejor que pueden, un montón de libros dedicados sobre todo a los autores clásicos-, me entra una especie de desasosiego dentro del alma. Siento la acuciante necesidad de vivir de repente muchas vidas –al menos otra más- para poder leer todo aquello que me debo. Pero a la vez me invade la enorme preocupación de sospechar que el pasado empieza a ocupar más espacio en mi currículum vitae que el posible futuro que me espera. Son cosas que nunca se saben... en todo caso se perciben, pero es inevitable tomar conciencia de ello, pues por lógica y por cronológica las cosas son así desgraciadamente. En el mejor de los casos uno puede llegar a viejísimo, pero...¿cuántos que llegan a viejísimos están tan estupendos como para poder meterse entre pecho y espalda el Fausto de Ghoete, por poner un ejemplo, sin morir en el intento? Bueno, lo cierto es que sería una forma hermosa de morir, plácida y serenamente, disfrutando de una buena lectura.
No nos engañemos. Para todas las cosas existen un tiempo y una oportunidad que, en ocasiones, se nos escapan de las manos antes de darnos cuenta tan siquiera de que pasaban por allí.

Mientras me hago estas reflexiones, acaricio los lomos de mis queridos volúmenes y observo guiños de complicidad que escapan al autocontrol de los propios autores reales y personajes de ficción contenidos dentro de ellos: Virginia Woolf con gesto cansado me muestra un raído abrigo lleno de piedras en los bolsillos; Shakespeare dilucida qué hará esta noche de cena mientras sopesa varias opciones sosteniendo una calavera en una mano; Faulkner expele bocanadas de humo y le atiza un tiento a un vaso de güisqui con hielo; Cortázar se fuma París aupado a lomos de una gata; Mann cierra de golpe su maleta para llegarse hasta un sanatorio ubicado sobre una montaña mágica; Proust relame sus dedos grasientos después de despachar una magdalena; Zola intenta ayudar a una Thérèse Raquin desesperada a causa de un amor imposible y Flaubert hace lo propio con la Bovary; Cervantes ofrece un pellejo de vino agujereado a un Caballero y un bálsamo mágico a su escudero; Balzac se emplea a fondo como curtidor de pieles de zapa y Tolstoi dice No a la “guerra –y paz-” ¡que es muy larga, carajo!” ...
¡Cuántas vidas encerradas dentro de esas páginas! ¿Cómo puede una simple mortal como yo, aspirar a vivirlas -aunque sea leyéndolas- de un solo trago y sin respirar?
Humm... nada, nada... mañana mismo pienso encargar otra –vida- y ya de paso me acerco a la librería, que he visto las obras completas de...

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