jueves, agosto 23, 2007

EL ÚLTIMO PARPADEO DEL SUICIDA




-“¡Coño, qué alto está esto!”-

El suicida miraba con aprensión hacia el fondo del patio. Se aferraba con tanta fuerza al aluminio de la ventana que las yemas de los dedos estaban completamente blancas por la presión. Agitaba un pie en el aire calibrando la sensación de vacío, igual que cuando introducimos –sólo- los dedos en la piscina para probar la temperatura del agua.

Dudaba, dudaba... sudaba y entraba de nuevo a la casa. Desde que adoptó la trágica decisión de acabar con su vida de esa manera y se aupó a la ventana, había ido al baño con una diarrea pertinaz no menos de diez veces seguidas.
- “Por muchas ganas que tenga de hacerlo, no me voy a lanzar de cualquier forma. Sería triste que pasara a la historia como el primer suicida que se arroja al vacío con la mierda pegada al culo”-
Volvió del aseo y recompuso su indumentaria como si en lugar de ir a convertirse en pasto de chanfaina fuera a ir de boda. Se encaramó de nuevo.
Primero asomó el pie, vacilante. Después, medio cuerpo tímidamente; finalmente todo, salvo la mano y el pie derechos que se sujetaban al marco de la ventana igual que las garras prensiles de un orangután.

Miró hacia abajo y su vista se posó en el piso tercero:
- ¡Zorra!... si no fuera por esa puta, que estará ahora con él ahí, tan ricamente, no tendría yo necesidad de hacer esto que voy a hacer...!-

El bolso de cuero de ella, junto a la ventana del alfeñique del tercero, era la prueba patente de su infidelidad. Todas las tardes estaba en ese sitio a la misma hora, justo cuando se suponía que iba al Taller de Pintura (se preguntaba a menudo ¿es que no tiene otro sitio dónde ponerlo nada más que ese?). Se lo había regalado él las últimas vacaciones, cuando fueron a Marruecos. Y era un bolso inconfundible.

Soltó los dedos del metal, que ya estaba lo suficientemente caliente como para empezar a fundir, y se dejó caer blandamente, casi sin querer (es tan fácil suicidarse si se pone un poco de empeño...)

Parpadeó, vio el pavimento y, al tiempo que volaba, oyó la puerta de casa que se abría y la voz de ella que decía cantarina:
-“Cariño ¿estás ahí...?”-

De haber parpadeado al pasar por el tercero, lo último que hubiera visto sería una mujer, que no era la suya, cogiendo ese jodido bolso que estaba junto a la ventana.

Se dio cuenta de lo tonto que era demasiado tarde para su gusto. Un líquido caliente y pegajoso se le adhería a la cara y le impedía ver con nitidez el tono de las baldosas del patio vecinal, pero hubiera jurado que no eran grises como aseguraba ella, lo que ocurre es que en ese patio se barría muy de vez en cuando y estaban completamente cubiertas de polvo, por eso no parecían verdes.

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