martes, septiembre 18, 2007

AL OTRO LADO DE LAS VIAS


El tipo del sombrero miraba con insistencia desde el otro lado del carril. Me hizo un gesto, miré a derecha e izquierda y no vi a nadie. Señalé mi pecho con el índice y asentí con la cabeza, con la intención de averiguar si, efectivamente, se dirigía a mi. Dijo que sí. Creo que quería pedirme o preguntarme algo. No lo supe... realmente no lo supe. Hablaba un lenguaje raro. Mientras hablaba, gesticulaba y movía sus brazos igual que aspas de molino, como si estuviera muy desesperado por algo. Me sentía ridícula, inútil... Encogiéndome de hombros, con la cejas arqueadas y los ojos abiertos como platos, separaba mis brazos del cuerpo con las palmas de las manos abiertas en señal de impotencia.
Me volví buscando ayuda, tal vez alguien lograra entender lo que me estaba queriendo transmitir ese hombre tan peculiar. En ese momento llegó el tren y paró justo delante, interponiéndose entre él y yo. Se apeó bastante gente. Me relajé y suspiré aliviada al ver que ya no estaba sola. Si ese fulano estaba loco, borracho o enfermo, y necesitaba algo, el problema dejaba de ser exclusivamente “mío”.
Cuando arrancó de nuevo el tren, miré al otro lado, pero él ya no estaba allí. “Se ha ido” pensé.
Me acoplé de nuevo en el banco para seguir viendo pasar trenes. Confieso que me sentí un poco culpable por no haber dedicado parte de mi tiempo de ocio a conocer más idiomas. Pero me consolé, con ese consuelo tonto que tienen los cobardes que sólo sirven para ver pasar trenes y dejarlos marchar sin atreverse a subir en ninguno de ellos; me dije: “Bueno, a fin de cuentas... creo que yo también le estaba pidiendo ayuda hace rato y él tampoco ha hecho nada por entenderme a mi.”
Extendí los viejos cartones sobre el banco, desplegué la raída manta, le pegué un tiento al culo de ron que me quedaba en la botella y me eché a dormir.

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