viernes, septiembre 28, 2007

EL MANIQUÍ DE HIERRO



La oscuridad del ocaso se cernía sobre el horizonte. En una cuneta, junto a un campo de trigo, descansábamos mi álter ego y yo. La torre escrutaba impávida, con sus brazos en jarras, cualquier vestigio de movimiento o señal de vida.
Permanecíamos en silencio. No quería equivocarme de nuevo. La vez anterior me empeñé en atacar unos molinos de viento, creyendo que eran gigantes, y la jugada me salió mal. Recuerdo que en aquella ocasión no envié de avanzadilla a mi álter ego, fui en persona, y claro... la que se llevó los golpes fui yo.
Ahora era ella quien me advertía: “Chissst... no hagas ruido, parece que aún no se ha percatado que estamos aquí”.
Agazapadas, junto a la carretera, permanecimos muy juntas a lo largo de varias horas, escuchando cada una los latidos de la otra, sintiendo la bocanada del aliento contrario en la propia cara y percibiendo su transpiración...
Estaba tan harta de soportar a mi “otro yo”, que en un momento dado grité bien fuerte: “¡Cobarde el último! Y eché a correr.”
La imponente estructura escuchó la provocación. Mi “otro yo” también; pero le pilló desprevenido, con el pie cambiado. Total, que cuando quiso lanzarse a correr tras de mí, la enorme torre del tendido eléctrico ya se había puesto en alerta, las alarmas se habían disparado y el monstruo pesadamente giraba su cintura a derecha e izquierda.
Tuve tiempo de esconderme en un viejo pozo abandonado, pero mi álter ego no. El majestuoso maniquí metálico atisbó, corriendo entre los trigales, la figura frágil y menuda de una mujer. Nadie quería ser tachado de cobarde, pero la gran mole lo tenía más difícil que cualquiera: sus pies estaban anclados firmemente a la tierra por varios metros cúbicos de hormigón. Presa de la rabia y los celos, lanzó una formidable descarga eléctrica a la mujer que, sintiéndose vulnerable, corría desesperada campo a través. El rayo la achicharró por completo, dejándola muerta en el sitio.
Estuve quieta largo tiempo sentada allí abajo, en fondo del pozo. Cuando se disipó el olor a chamusquina, salí de nuevo a la superficie. Mi “álter ego” yacía hecha unos zorros sobre un lecho de pajas quemadas. No me importó demasiado, no era la primera ni sería la última vez que moría mi otro yo y volvía a resurgir como el ave Fénix, de entre sus propias cenizas.
El gigante de hierro –porque no sé si Vds ya se habrán dado cuenta de ello, pero era un verdadero gigante...- ocultó su humillación en el interior de una nube que pasaba volando por allí y, llorando como un niño, la hizo partícipe de sus reflexiones:
“La imbatibilidad no se logra sólo a expensas de la fuerza, la lucha no siempre garantiza la victoria y unos pies sólidamente arraigados a la tierra, la mayor parte de las veces, quitan y no dan la libertad”.
El gigante quiso ser un ave y volar, pero no pudo.

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