Era un labrador tan torpe, tan torpe, que sembraba cebada para fabricar cerveza, pero en lugar de cebada le crecían sardinas.
No sería mayor problema que a uno le crecieran sardinas en un campo de cereales, si no fuese porque el pescado de tierra no sabe lo mismo. Tira más a bravío y se conserva mucho peor que el de mar –dónde va a parar-, excepto cuando la cosecha es de una variedad concreta, “Sardinillas enlatadas”, que entonces la cosa cambia de manera sustancial.
El pobre hombre, desesperado, decidió cambiar de estrategia. Rogó a su hijo, que estudiaba para Perito Agrónomo, que se informara por la cosa de internet, a ver en qué zona del litoral marítimo había buenos bancos de cebada para ir allí a por ella.
Cuando dispuso de la información, más contento que unas castañuelas, agarró una caña y se largó a pescar.
Pasaron varios días y la cebada no picaba. Pero un hombre de campo jamás se da por vencido, de manera que alquiló un barquito de pesca, con su correspondiente equipo de redes de deriva, y se adentró en alta mar.
Muy ufano, una vez allí, echó las redes. Nada. Otra vez. Nada. Otra vez más. Nada... Lo intentó durante una semana; mas, viendo que algo fallaba, se calzó un traje de neopreno, una mascarilla de oxígeno –sin conectar a ninguna parte-, souvenir del hospital desde aquella vez en la que estuvo ingresado el Cipriano aquejado de asma; rodeó su cintura con un cable –por supuesto, no sabía nadar- y, de un salto, se zambulló en el agua.
La sorpresa fue mayúscula... ¡apenas quedaba cebada allí abajo!
Una sardina muy atractiva se separó del resto y, contoneándose con lujuria, se acercó a él y le ofreció una jarra de cristal para que brindara con todas. ¡Las muy zorras habían montado una fiesta y estaban poniéndose ciegas a cerveza!
No hay comentarios:
Publicar un comentario