viernes, octubre 19, 2007

CORRE, ESTÁ SONANDO TU CANCIÓN.


Escuché una voz que me decía: "corre, está sonando tu canción...", y emprendí una loca carrera a través del oscuro callejón.
Según avanzaba, unas sombras provenientes de la pared, seres fantasmagóricos con horribles y deformes rostros, me hacían burla y extendían unas manos largas y huesudas como sarmientos, sujetándome para impedir que pudiera llegar hasta la calle adyacente de donde procedía la música. El sonido lúgubre de un acordeón, interpretando mi canción -nuestra canción-, quebraba el silencio de la calle dormida. Cuanta más prisa quería darme para llegar, más impedimentos me ofrecían esos rostros cansados y famélicos, esas escuálidas imágenes que me miraban con hostilidad. Creí reconocer entre ellas a alguno de esos personajes plasmados por Goya, danzando en torno a un perverso aquelarre, alimentado por el humo resinero de la tinta china o el ácido nítrico de un aguafuerte. Cada vez que conseguía zafarme de uno de esos abrazos diabólicos, venía otro, y luego otro, y luego otro... hasta que finalmente salí de la callejuela y me incorporé a la calzada principal como si nada hubiera pasado. Yo intuía que tras ese acordeón debía de estar él, por eso tenía interés en llegar lo más rápidamente posible. Frenética, miré hacia ambos lados de la calle dudando sobre qué rumbo tomar. Agucé el oído y percibí que el sonido era mucho más nítido por el lado izquierdo. Me dirigí hacia allí. Llegué hasta un descampado donde giraba, dando vueltas y más vueltas, un enorme tiovivo. Me acerqué a él y me entregué a su magia y fantasía igual que un niño se entrega a la noche de reyes. En ese lugar no reinaban las tinieblas ni las sombras, tampoco había fantasmas ni monstruos... Las caballerías del carrusel no llevaban jinete alguno encima de ellas, salvo una cebra que transportaba en su grupa a un payaso con una peluca roja rizada y una gran bola por nariz. El susodicho abrazaba y apoyaba sobre sus muslos un acordeón. Con unos dedos largos y delgados, enguantados en blanco, pulsaba y acariciaba sus teclas y sus botones. Complacientes sucumbían bajo su suave presión y, dóciles y voluptuosas, se dejaban seducir por ellos, emitiendo delicados gemidos hasta llorar de placer una balada, la balada más hermosa y triste del mundo.

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