jueves, enero 10, 2008

CON EL TRÉBOL A CUESTAS






Cuando yo era un niña –aún más que ahora-, recuerdo que mi abuela, una mujer de tez morena a lo Julio Romero de Torres, pero con cabellera de nácar, me decía siempre que jugábamos a la brisca:
-Nunca te dejes comer el tres por el as –siempre hablando del mismo palo, el que pinta-, procura descartarte de él antes de llegar a la última baza, si no lo haces así, verás qué mal te sienta que llegue alguien y te lo levante ante tus propias narices-.

Pues el otro día volvió a ocurrirme de nuevo. Guardaba el tres como si fuera un tesoro con toda la insana intención de asestar mi golpe de efecto en la última tirada, justo cuando se ponen las cartas boca arriba; de modo que, más que una tahúra, asemejaba a ese señor tan avaro que dibujó Molière, aquel que decía “mi arquita, quiero mi arquita...”

De pronto me di cuenta que aún faltaba de salir el as... ¡cielos! Titubeando, medrosa -y con rabia, como decía mi abuela-, más que lanzar, deposité delicadamente mi naipe sobre el tapete. El as se nos echó encima como una locomotora –a los dos-, engullendo acto seguido mi vulnerable pero orgulloso tres de espadas, que, no queriendo postrarse de hinojos ante nadie, sucumbió frente a tal alarde de poderío con la frente muy alta, adornando su cabeza con una ramita de perejil –como si fuera un trébol de la suerte-, diciendo:
-¡Cómeme! ¡Cómeme!... Y que te aproveche como a las palomas los perdigones.

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