domingo, agosto 22, 2010

CASA DELFINA




Una visita obligada en Cangas debería ser, si ya no lo es, a conocer la Casa Delfina.
Se trata de una especie de cantina, un pequeño establecimiento –un cuartucho- con muchos años encima, más que los que suman sus dueños, que está situado en la Calzada de Ponga, en pleno centro, justo al lado de la comercial y recientemente peatonalizada Calle San Pelayo.
Según refiere el ama de ese sitio –exagere o no-, la casa tiene casi trescientos años, y han pasado por ella varias generaciones, añade que algunos de sus antepasados han llegado a centenarios. El bar cuenta con una pequeña barra mostrador, tras el que se muestra Esther, la dueña. Es una mujer menuda, afable, con una cierta edad que, sin duda no aparenta; de todos modos ni conozco ese dato ni me importa, pues soy una de esas personas que jamás le pregunta a nadie por su edad, posiblemente con la secreta esperanza de que no me la pregunten a mí. Esther asegura que todo el mundo le llama Delfina, cuestión que a ella no le importa en absoluto, pues así se llamaba su madre y predecesora en el negocio, y a ella le supone un gran honor que le digan por ese nombre.
Esther –en adelante La Delfina- es buena tertuliana, y como no suele haber gente en ese sitio, se apoya sobre el mostrador y, solícita, brinda compañía y conversación a quien desee departir con ella. Es muy educada y correcta, tiene un fuerte acentu asturianu, y por su aspecto yo más bien la encajaría en otro oficio, podía ser maestra o licenciada en Filosofía y letras –como se decía antaño- mucho antes que ventera.
Su marido, en cambio, sí parece más mayor que ella, bastante más, y es ella misma la que no tiene ningún tipo de inconveniente en confesar la edad de él sin que le pregunten, noventa y tres abriles. El hombre, por lo que se ve, ya no despacha. El gato tampoco. Encaramado sobre la última estantería donde se apilan las botellas del bar, se encuentra un felino blanco y negro, uno de esos gatos tipo inglés que parecen usar antifaz de color negro. El minino vive allí y no se espanta de la gente, al contrario, cuando se cansa de simular ser una esfinge –es lo que aparenta cuando está ubicado en la estantería, pues ni siquiera pestañea-, se apea de un salto limpio y deambula tan campante por el escueto espacio de la cantina, dejándose acariciar, y jugueteando o echando un pulso con el cliente si éste se presta a ello. Por lo visto es como un reloj, ella cuenta que todos los días a eso de la una de la madrugada el minino sale “a gatas” y no regresa hasta la mañana siguiente, cuando regresa a gatas –cansado, quiero decir, de tanto follar por los tejados-.





A un lado del mostrador hay tres taburetes altos en madera de pino. Pero también uno puede sentirse llamado a utilizar alguno de los otros asientos, los que los dueños del establecimiento utilizan para su deleite, solaz y descanso, es decir, las típicas butacas de mimbre con cojines que han usado los abuelos de pueblo de toda la vida.
La especialidad de la casa debe ser la sidra, si nos atenemos al cartel que se ve en la puerta antes de entrar, y ciertamente la sidra que nos sirven es excelente, su marca es Herminio; se toma con agrado y deja al final un regusto a manzana que la hace ser muy suave y fresca, dejando un hueco para la duda… ¿es mejor la Herminio o la Cortina? Y digo bien si digo “la especialidad debe ser la sidra”, porque las veces que hemos estado allí tampoco hemos visto que dicho fluido corriese a mares, de hecho casi ningún fluido corre por allí ni a mares ni a regatos, pues es un local extremadamente tranquilo donde casi es raro que coincidan más de dos clientes a la vez.
Lo que sí puede que sea su especialidad es un tipo de Orujo de Cereza que la Delfina elabora puntualmente cada mes de mayo, y que no dispensa por botellas a sus clientes aunque se lo pidan de rodillas, tan sólo lo administra en formato chupito, como si de una delicatessen, medicina, droga, esencia o veneno se tratase. El vaso que utiliza no es el de chupito, ella usa la antigua fórmula de la copa bajita y chata, aquellas añejas copas donde ponían el coñac, con el dibujo de una raya de colores trazado transversalmente a lo ancho de dicha copa. El licor es, lógicamente, de color cereza, y se caracteriza por presentar un sabor muy suave, anisado, que rasca menos que cualquier otro orujo, claro… no lleva orujo. La Delfina, sin ambages, nos explica la fórmula de su elaboración, no es de esos artesanos que evitan por todos los medios que alguien copie su Bálsamo de Fierabrás. Al parecer ella usa un anís especial para cerezas, también las cerezas lo son, tienen que ser unas determinadas cerezas… asegura que en mayo, en una de nuestras visitas, nos enseñará cómo se hace. Según afirma es un “jarabe” aperitivo y carminativo que ayuda a hacer la digestión, por lo visto también ayuda a las mujeres cuando ha de venir “San Pedro” y no viene, resultando mejor que cualquier tipo de jaculatoria por piadosa que ésta sea. La verdad es que el licor se bebe con facilidad, sienta divinamente al cuerpo, recuerda un poco al pacharán, pero aún se bebe mejor que él… ¿qué más se puede pedir? ¡Que nos dé la fórmula, es lo único!




Lo que ya es para nota, es cuando el anciano se empeña en tirarnos la sidra… nunca mejor dicho, pues derrama bastante más de la que nos sirve, pero resulta enternecedor ver cómo tira los culines, para lo cual se asoma al quicio de la puerta y, tal y como se decía antiguamente, “agua va”, él se pone a escanciar desde su puerta al medio de la acera. La Delfina le excusa diciendo: No puede levantar más el brazo por la artrosis, pero al abuelo, un anciano chiquitillo y vivaracho, se le ve aún con arte, y si se pierde más sidra de la recomendada no es por culpa de sus cataratas –pendientes de intervención quirúrgica, y que hacen que el hombre vea menos que Rompetechos-, pues cualquiera sabe que los buenos escanciadores miran al frente y no al vaso ni a la botella, es decir, se puede escanciar con cataratas y aún siendo ciego de Lazarillo, posiblemente esos temblores que nos aquejan a la vejez, y que no son debidos al frío ni al calor, ni tampoco al amor, sean los responsables de que el chorro no apunte del todo bien. Carezco de documento gráfico pero prometo tenerlo aunque tenga que ser realizando el ímprobo esfuerzo de degustar otra nueva sidra Herminio para tal ocasión.
¿Los clientes…? Pocos, infrecuentes… pues los turistas que llenan las calles de la ciudad, turistas ocasionales “de un rato”, que proceden de Covadonga o de Lagos, suelen detenerse en otros lugares más convencionales, sidrerías que se acompañan de buen yantar, amén de las típicas tiendas de recuerdos, camisetas con vacas, quesos, cencerros, artículos de montaña…
Un día había un fulano a la barra tomándose una cerveza y pegando la hebra con la Delfina, un tipo bajito con un mostacho tipo mosquetero, una melena peinada hacia atrás y un parche en un ojo, lo cual le daba un aspecto entre inquietante y pintoresco, pues por momentos uno no sabía si se encontraba ante Alatriste o delante de un Pirata del Caribe; hablando con él no resultó ser ni una cosa ni otra, se trataba de un operario de la limpieza de las calles en su día de descanso. El hombre, sumamente agradable, no le hizo ascos a la invitación de una segunda ronda.
Otro día estaba otro cliente lenguaraz y pizpireto que procedía de un pueblecito de Huesca, cerca de Lleida; el paisano tenía un fuerte acento catalán con deje maño; según contaba, su lengua materna había sido el catalán hasta la edad de cinco años en que entró la tele en su casa y aprendió a balbucear en castellano, tal vez por eso se muestra respetuoso con todas las opciones idiomáticas y lingüísticas, pero no ve con buenos ojos que se evite en Cataluña la enseñanza en los colegios del castellano como primera lengua, dado que él, por sentido práctico, considera que siempre es preferible el conocimiento profundo –y obligado- de aquél idioma que tenga más proyección dentro y fuera del país, bien… puede que visto así tenga razón. El fulano conocía Valladolid de haber estado acampado por varios de sus pinares, eso es lo que nos dijo, pues suele viajar en compañía de un amigo maestro por toda la península –evitando el extranjero por varias razones-, y prefieren, si pueden, dormir al raso, bajo los pinos. Este señor se había aferrado a una sidra y se la tomaba al modo convencional que se toma la Coca-Cola, por ejemplo, es decir, sin escanciar… tal vez conocía la forma de escanciar del dueño, el de las cataratas y los noventa y tres años, y optaba tomarse –a su manera- todo el contenido de la botella.
En fin… poco más puedo añadir de La Delfina, la mujer ha empatizado divinamente con nosotros y hasta nos ha obsequiado con un abanico rojo de la marca Pikolín (¿¿??). Viendo a mi vieja, según salía de la cantina en dirección a la calle para montar en su silla de ruedas, me dijo: ¡Pubriña…! Se ve que tu madre ha sido una mujer muy guapa ¿eh? Aún lo es…
Es cierto, aún lo es…
Algo parecido a ese sitio que tenemos en Pucela es el Penicilino, sobre todo antes, cuando estaba el antiguo dueño, que dejaba el libro –un tocho de algún clásico- y las gafas de leer aparcados a un lado, para servirnos el Penicilino con la “zapatilla”. Eso sí, le faltaban algunos ingredientes a su favor que en cambio sí tiene la Delfina: un gato sobre el mostrador, su simpatía y un viejo escanciador casi centenario y medio ciego.
Ella con nostalgia nos dice que los del Hotel de al lado –son otros los dueños de todo el inmueble, pues encima del bar está la vivienda- van a adquirir el bloque antes de dos años, de modo que su jubilación para entonces ya no será una opción.
Esperemos llegar a tiempo aún de hacernos con la fórmula de su Bálsamo de Fierabrás.

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