domingo, septiembre 12, 2010

LA POESÍA, A VECES, ME MATA



QUÉ PENA…



Qué pena… tener un mar y no tener arena,
qué pena de amistad desperdiciada
guardada en alacena lo mismo que oro en paño,
y ahora, tras la cena,
mirando a través de la ventana,
me ofreces como postre el fruto de un triste desengaño
que mi corazón cercena.
Qué lástima de amor abandonado
igual que se abandona, putrefacto,
un miembro mutilado.
Qué pena de lágrimas vertidas,
de dolores de garganta
por hacer de dique de emociones contenidas,
por ponerle un tabique a mi boca,
que quiere gritar como una loca
tu nombre, para que esté callada.
Qué lástima pasear a solas con el alma
apaleada por sufrir, ya ves qué pena,
un millón de humillaciones en cadena.
Qué pena… tener horquillas y no tener melena,
qué aflicción más tonta siento al recordarte
cuando echo la vista atrás, al saludarte,
y encuentro, sin buscarlo,
señalado en la página de un libro,
ese tiempo tan perdido que camina de la mano
de toda la energía necrosada
que aún cabe en mi cuerpo adormecido.
¿Qué extraño velo pinta tu mirada
tan distinto del velo que yo luzco?
Pues no vemos nuestra historia igual, deduzco,
a juzgar por tu valiente retirada.
Qué pena… tener escamas sin ser una sirena.
Qué lástima si el castigo que merezco, amando,
es el filo del desdén,
las telarañas del olvido,
el orín que corroe el hierro de una reja,
el hielo que se instala debajo de una teja,
el nudo imposible en la madeja
o el moho que cubre la comida en la bandeja.
Qué pena… si por no morir amando
tienes que matar viviendo
para que vivas sufriendo, mientras,
poco a poco, lo bueno que hay en ti se va muriendo.

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