miércoles, diciembre 01, 2010

Café de La Mañana



Esta mañana los pasos me llevaron de nuevo hasta allí.
El ambiente frío y el cielo gris fueron mi única compañía durante el trayecto, pero eso no es ninguna novedad.
Es curioso, aunque también es lógico: los bares por la mañana presentan un aspecto muy distinto al que lucen por la tarde o por la noche, siendo los mismos bares, siendo las mismas personas y hasta las mismas ratas nostálgicas y resentidas, de tal modo que el establecimiento estaba completamente lleno de gente, a rebosar, personas alegres, bulliciosas y hambrientas a juzgar por los desayunos con que se obsequiaban.
Junto a una ventana, sentada en torno a una mesita velador, estaba una mujer solitaria –como yo-, triste –como yo-, que parecía aguardar a alguien- ¿como yo…?- Me sentí reconfortada viendo que yo no era la única nota discordante dentro de aquella alegre orquesta humana del local. Unos minutos fueron suficientes para que el destino viniese a decirme que estaba equivocada, y que, efectivamente, seguía ostentando el dudoso honor de ser la única nota discordante de ese bar y de más sitios: pues una mujer que llegó más tarde, ocupó uno de los asientos vacíos que rodeaban dicha mesita, iluminando así el rostro de la mujer, antes triste, con una amplia sonrisa.
Los cafés, los zumos y la bollería que desfilaban ante mis ojos por encima del mostrador, reconozco con cierta aprensión que llegaron a provocarme nauseas. Mi tristeza, la pobre, se limitaba a volar sobre las volutas de humo de un cigarrillo y a hundirse, hasta ahogarse, en el fondo de una taza de café, que yo, despreocupadamente, dejé enfriar y bebí de un solo trago al final, justo antes de irme.

Uno de los camareros me observaba como si me recordase de más veces. Apuesto que pensaba: “ésta es la extraña mujer que siempre viene sola, mira hacia la puerta de manera compulsiva y, de repente, cuando sus ojos más brillan, arroja las monedas sobre la barra y sale huyendo, como si temiese que alguien pudiese ser testigo mudo del llover de su mirada”.
Mientras me percibía evaluada por el empleado del café, sentí unos brazos que rodeaban mi cintura por la espalda y unos labios que se apretaban contra mi cuello, contra mi nuca rapada, seguido todo ello, naturalmente, del consabido escalofrío que, como no podía ser de otro modo, sacudió todo mi cuerpo.
Sonreí al camarero por primera vez en mucho tiempo, fue una sonrisa de triunfo, y fue tanto como decirle: “¿Lo ves...? Ha venido a buscarme, hoy no me iré de este bar como siempre, sola y vacía”.

La corriente de aire que se filtraba a través de la puerta de la calle, cada vez que alguien entraba o salía, me abrazaba hoy más fuerte que nunca, y me besaba cubriendo de frío mi rostro hasta hacerme llorar de gozo. El viento gélido que nos separa a ti y a mí, por una vez y sin que sirva de precedente, se alió conmigo para llevarme a casa en volandas, haciéndome soñar contigo y no contra ti.

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