miércoles, enero 26, 2011

REFLEXIONES, VIII


Ayer descubrí de pronto, como quien encuentra una cucaracha en la fregadera, que yo disponía de una cuenta en facebook que ya tenía prácticamente olvidada por desuso. Nunca me ha llamado la atención participar en ese invento, ésa es la verdad, a pesar de haber recibido a lo largo de tiempo reiteradas invitaciones a hacerlo. De modo que husmeé un poco en dicha cuenta, antes de proceder a cancelarla, fijándome sobre todo en “mi perfil”. No salía del asombro cuando detecté que allí aparecía mi fecha de nacimiento –lo cual ya es raro- con cuatro o cinco años más a mi cargo. Naturalmente, monté en cólera. Si ya de por si es difícil que yo dé santo y seña acerca de mis datos personales, mucho más complicado es lo de definir mi edad, pero ya es inverosímil del todo que encima me eche unos cuantos años más al coleto. Por si esto fuese poco, advertí que allí había colgadas unas fotos mías que yo jamás había puesto, sí, sí… como lo leen, aparte de otros datos que aludían a… ¿gustos personales…? Pudiese pensarse que dicho fenómeno es debido a algún tipo de encantamiento, pero qué va… en estos tiempos que corren conviene irse a alternativas mucho más mundanas y menos de fábula que la salida del sortilegio o del ensalmo, digamos que alguien habrá tenido acceso a mi cuenta, eso es todo.

Total, que ya decidida a pulsar el botón del apagado o, lo que es lo mismo, de la bomba que aniquilaría mi presencia dentro de dicha red social, di en sopesar si no sería más conveniente mantenerla con vida, mantener mi vínculo nonato con el resto de la sociedad que, por lo visto, se halla inmerso en la susodicha red.
Hay que reconocer que uno, por muchas vidas que viva, no será capaz jamás de reunir tantos como mil amigos que se pueden llegar a aglutinar con un chisme de esos. ¡Mil amigos! ¡Increíble, maravilloso!! Sobre todo para alguien como yo, tirando a introvertida y rarita, a la que le cuesta un triunfo lograr y mantener sólo un par de amigos en la vida. Para alguien como yo, que manifiesta sin sonrojarse que sólo quiere a fondo a un puñado muy reducido de gente, cinco, seis, y pare usted de contar… y que se queda tan campante, ya ven… Para alguien aquejado de misantropía y algo selectivo respecto a las amistades, a las de verdad. Sí… conocidos y simpatizantes, muchos, sobre todo si uno es de talante cordial y educado, pero amigos… divina palabra, oh… divino tesoro… mil amigos dispuestos a donarte un riñón en caso de insuficiencia renal severa, a asumir el pago de esa hipoteca que no te deja dormir ni sosegar, a prestarte su coche cuando tienes el tuyo en el taller, o el novio o el marido en caso de estar bueno y en caso de acuciante necesidad… en fin, no me negarán que no es como para pensárselo…
Por otro lado ¿qué me dicen de esa facilidad que uno tiene, a través del sistema, de propagarse y darse a conocer, de llegar a ser admirado y felicitado por todos, aunque sea por un motivo de lo más nimio? Se me ocurre una guarrería: si yo fuese aficionada al asunto, bien podría levantarme una mañana y anunciar a bombo y platillo que mi organismo se ha quedado la mar de a gusto, tras expeler ruidosamente una colosal ventosidad alojada en el intestino grueso; supongo que la fuerza del aire retumbaría en las paredes del facebook, y se harían eco de ello todos esos cientos y cientos de amigos nacionales y extranjeros, indígenas de aquí y aborígenes de allá, lo estoy viendo… veo cómo mis “amigos papúes oriundos de Nueva Guinea” aplauden con gran entusiasmo al ver qué aliviada me he quedado tras la explosión, cada uno comentando y respondiendo con uno de esos consabidos “a fulanito le gusta”, cada uno desde su personal punto de vista, enhorabuena, qué a gusto te debes sentir, amiga; otros dirían, con esas campanas te entierren, hermana, ay, Dios… y es que cualquier detalle que se explique en ese espacio, tiene tal repercusión, que los usuarios respondemos al unísono, felicitando, regalando parabienes a gente que no conocemos, haciendo la ola como se hace en los estadios ante el gol del triunfo… a gente que no conocemos, que no conocemos… amigos que ni tan siquiera conocemos pero que llenan los grandes vacíos de nuestras grisáceas y tediosas vidas, en un vano intento –en muchos casos, no digo que todos- de ser un poco felices.

Vistas así las cosas, me temblaba la mano antes de cancelar la cuenta y acabar de un leve plumazo con ese hipotético millón de amigos que anhelaba en su día un cantante llamado Roberto Carlos, yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar… y es que, por lo que se ve, cuando cantaba así el brasileño del gato triste y azul, aún no existía facebook, de lo contrario se hubiese tenido que meter la letra de dicha copla por el culo, o haber solicitado un millón de otras cosas: pesetas, euros, corbatas, servilletas, bicicletas, preservativos o lavativas, qué sé yo…

Al final pulsé el botón del apagado y regresé a mi caparazón, al de siempre, ese triste y aburrido caparazón donde guardo un puñado, sólo un puñado de buenos amigos que me cuesta a veces sudor y lágrimas mantener con vida a mi lado. Y lo peor de todo es que, además de estar segura que su inventor, el tal
Mark Zuckerberg, aún se está descojonando de la risa por la que ha liado con algo tan tonto, no me parece ni pinta de divertido.


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