viernes, diciembre 16, 2011

DUNAS

Por aquel entonces yo era un hombre solitario, no como ahora, que sólo soy polvo.
Recuerdo ir caminando con los pies descalzos sobre la arena, de mi brazo pendía con poco garbo una cantimplora. De pronto vi unas enormes dunas, eran dos y tenían forma de muslos, muslos femeninos para ser más exactos. Las dunas es lo que tienen: a menudo adoptan formas caprichosas, unas veces tienen aspecto de muslos, otras tienen forma de tetas, en otras ocasiones parecen una empanada de bonito, un almohadón o un bocadillo de sobrasada, depende…
Éstas tenían forma de muslos, dos rotundos y bronceados muslos. Cuando estuve frente a ellas, las dunas se separaron como por encantamiento bíblico, igual. Conocerán ustedes ese cuento de las aguas del Mar Rojo, aquél que dice que las aguas se abrieron en pompa para que cruzase por allí el pueblo de Israel, supongo. Bien, veo que están muy puestos en Historia Sagrada… como decía, las dunas se abrieron y dejaron entrever una gruta angosta y oscura con pinta de ser muy confortable y de poderse estar divinamente allí dentro. Me froté las manos y dije: “Ésta es la mía… qué bien me lo voy a pasar…”
Sin dudarlo me adentré por el desfiladero que formaban ambos muslos, más que dispuesto a entrar en dicha gruta. De pronto empezó a caer sobre mi cabeza, arena y más arena, hasta que quedé sepultado bajo aquellas dunas, antes muslos y ahora fosfatina.
Salí como pude, aún no me explico cómo, pero eso sí, no me hizo falta abrir otra vez la cantimplora para verificar que ya me había vuelto a equivocar, y que había tomado prestada -de nuevo- la que estaba llena de Beefeater en vez de agua mineral. Qué cruz la mía, señores, qué cruz…

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