Rebañé
en la salsa hasta la última miga de pan, y con ese gesto di por concluida mi
ración de callos con garbanzos. Después probé un poco de arroz con leche casero
y le pegué un buen tiento a la copita de cava.
Para
entonces los invitados a la boda estaban algo piripi –de hecho ya se
llegaban a “la raspa” y a “los
clavelitos”-. Miré en derredor y lo vi todo envuelto en una pseudo-bruma, como
si aquel montaje en realidad fuese una pseudo-broma. Me froté los ojos; el
humo, el alcohol y el exceso de comida también empezaban a causar estragos en
mi motor, que de repente se puso al ralentí.
Reparé
en la presencia del velo y el ramo de la novia. Ambos yacían, flácidos como
pingos, sobre un asiento. No pude resistirme a la tentación. Tomé el velo
tanteando entre varios metros de gasa,
hasta dar con el dispositivo que se engancha al cabello. Como pude, sin espejo
ni nada, me lo coloqué en todo lo alto, igual que una divisa. Después agarré el
ramo y advertí que ya le faltaban varias flores. Ciertamente los capullos no se
habían ido, para ser más exactos diré que deambulaban torpemente por el salón,
o permanecían medio adormilados sentados frente a la mesa, fumándose el
Montecristo de rigor.
Creyéndome
libre de toda mirada ajena, enfilé hacia la puerta del comedor. Me sentía bien,
no en vano estaba haciendo realidad el sueño de toda mi vida. Nadie se percató
de mi marcha. Sinceramente... es una lástima que las cosas sucedan así, pero
cuando significas poco -o nada- para el resto de la manada, puedes pasar
inadvertido entre tus semejantes, trotando por encima de ellos -en cueros y a
caballo- como si fueses Lady Godiva. La cosa tiene sus ventajas: en esos casos
las despedidas son menos emotivas, traumáticas y laboriosas, pero a cambio son
mucho más rápidas.
De manera que me largué de allí sin pena ni
gloria; eso sí, con un velo en la cabeza y un ramo entre las manos. Antes de
abandonar el restaurante me acerqué al
mostrador del guardarropa. Saludé a la empleada. Ella me devolvió el saludo y
mi chaqueta de ceremonia a cambio de dos chapitas que le di con un número en
cada una de ellas: en una ponía 69 –claro, estando de boda, qué iba a
poner...-, en la otra ponía 1 euro.
Después
le dije adiós, y la paisana correspondió con gesto cansado y aburrido. Yo creo
que también ella estaba un poco perjudicada. No le chocó ver los restos de
arroz con leche que colgaban de la espesura de mis barbas, ni mi pajarita
aflojada (estoy seguro que esa era la causa de que me viese obligado a acudir
tantas veces al baño a lo largo de la comida), ni una corbata de raso, con
la imagen de Guevara, que llevaba por encima del pantalón atada alrededor
del muslo a modo de liguero.
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