viernes, agosto 31, 2012

¡QUÉ BIEN, YA TENGO RAMO Y VELO!


Rebañé en la salsa hasta la última miga de pan, y con ese gesto di por concluida mi ración de callos con garbanzos. Después probé un poco de arroz con leche casero y le pegué un buen tiento a la copita de cava.

Para entonces los invitados a la boda estaban algo piripi –de hecho ya se llegaban  a “la raspa” y a “los clavelitos”-. Miré en derredor y lo vi todo envuelto en una pseudo-bruma, como si aquel montaje en realidad fuese una pseudo-broma. Me froté los ojos; el humo, el alcohol y el exceso de comida también empezaban a causar estragos en mi motor, que de repente se puso al ralentí.

Reparé en la presencia del velo y el ramo de la novia. Ambos yacían, flácidos como pingos, sobre un asiento. No pude resistirme a la tentación. Tomé el velo tanteando entre varios  metros de gasa, hasta dar con el dispositivo que se engancha al cabello. Como pude, sin espejo ni nada, me lo coloqué en todo lo alto, igual que una divisa. Después agarré el ramo y advertí que ya le faltaban varias flores. Ciertamente los capullos no se habían ido, para ser más exactos diré que deambulaban torpemente por el salón, o permanecían medio adormilados sentados frente a la mesa, fumándose el Montecristo de rigor.

Creyéndome libre de toda mirada ajena, enfilé hacia la puerta del comedor. Me sentía bien, no en vano estaba haciendo realidad el sueño de toda mi vida. Nadie se percató de mi marcha. Sinceramente... es una lástima que las cosas sucedan así, pero cuando significas poco -o nada- para el resto de la manada, puedes pasar inadvertido entre tus semejantes, trotando por encima de ellos -en cueros y a caballo- como si fueses Lady Godiva. La cosa tiene sus ventajas: en esos casos las despedidas son menos emotivas, traumáticas y laboriosas, pero a cambio son mucho más rápidas.

De  manera que me largué de allí sin pena ni gloria; eso sí, con un velo en la cabeza y un ramo entre las manos. Antes de abandonar el restaurante me acerqué  al mostrador del guardarropa. Saludé a la empleada. Ella me devolvió el saludo y mi chaqueta de ceremonia a cambio de dos chapitas que le di con un número en cada una de ellas: en una ponía 69 –claro, estando de boda, qué iba a poner...-, en la otra ponía 1 euro.

Después le dije adiós, y la paisana correspondió con gesto cansado y aburrido. Yo creo que también ella estaba un poco perjudicada. No le chocó ver los restos de arroz con leche que colgaban de la espesura de mis barbas, ni mi pajarita aflojada (estoy seguro que esa era la causa de que me viese obligado a acudir tantas veces al baño a lo largo de la comida), ni una corbata de raso, con la imagen de Guevara, que  llevaba por encima del pantalón atada alrededor del muslo a modo de liguero.

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