La
luz de la bombilla me daba de pleno en el rostro y me obligaba a cerrar
fuertemente los ojos. La tenía tan cerca que me quemaba la piel, era como si
estuviese tumbada en la playa bajo un sol de justicia justo a la hora en que
más calienta.
Empecé
a sudar copiosamente y dio en picarme todo el cuerpo igual que si tuviese
azogue. Permanecía tumbada, completamente desnuda, y nada o poco podía hacer
para evitar la desazón. Me agitaba en el lecho de un lado para otro, y además
de lo que me ocurría por delante, estaba lo otro, lo que me ocurría por detrás,
es decir, una especie de sábana áspera como lija me rozaba la espalda y
amenazaba con desollarme viva si no me levantaba de ese sitio. Lo intenté pero
no pude, era tan seductor y magnético ese sol artificial que habían instalado
allí… Pero lo único, lo que más me superaba en esos angustiosos momentos era el
hecho de no poder impedir esas dichosas marcas que iban a quedarme en los
brazos y en los tobillos, esa lástima de bronceado integral, tantas veces
pretendido y nunca, ni tan siquiera ahora, logrado.
Miré
al centinela por ver si se compadecía de mí y me desataba, pero no hubo manera.
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