Hoy por la mañana he decidido plantarle cara al frío, me he puesto
la chaqueta de cuero, las botas, y he salido de casa corriendo. He pasado por
la peluquería, dicen que ahora no, mejor para esta tarde, pero yo esta tarde no
puedo. He entrado en otra, lo mismo. A la tercera va la vencida. Qué quieres, me
pregunta una señorita teñida de rubia que lleva una bata blanca, qué voy a
querer, un corte de pelo... Aviso y el que avisa no es traidor aunque suene a
amenaza, lo quiero bien corto y de punta, se lleve o no, me da igual. Y corta:
tris, tras, tris, tras. Mientras tanto veo caer la nieve a través de la ventana
–tímidamente, eso sí-, no va a cuajar, si eso lo sabe un tonto, que estamos en
Pucela, hombre por Dios. Y en mi cabeza, más que mía, la de un pelele, me dejo
hacer, es tan fácil... la peluquera se aprovecha de mi debilidad y me aplica
una especie de ungüento en el cabello, se está jugando la vida, a mi nadie me
pone pomadas ni pegamentos capilares, qué manía, dice que el producto es bueno
y poco adherente, eso dicen todas y luego sales de la peluquería con el cabello
más sucio que cuando entraste, pero el caso es que aquí se está tan bien... Me
gusta que me atusen el pelo y me acaricien la espalda. La señorita, por lo
pronto y por lo que le pago, sólo me revuelve
el cabello con los dedos. Salgo a la calle con el pelo adherido a la cabeza como si me
hubiese lamido una vaca, naturalmente a gusto de la peluquera, faltaría más… y busco
a alguien que me acaricie la espalda. Pagando aunque sea.
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