viernes, noviembre 09, 2012

CURIOSIDAD GATUNA

 
El gatito  miró con gesto interrogativo al ratón: “yo me bajo en la próxima ¿y usted?”.

Ambos caminaban sigilosos sobre una  estructura metálica en forma de pasarela, evitando por todos lo medios ser descubiertos. Podemos ser enemigos acérrimos de alguien, pero el destino sabiamente ya se encargará de unirnos ante la adversidad, no le quepa la menor duda. Es lo que les ocurría a esos dos sujetos que se deslizaban por encima de los hierros, arrastrando sus largas colas.

Abajo, una cinta transportadora paseaba cadenciosamente de manera automática, un número considerable de envases con  un contenido líquido de color blanquecino en su interior.

El gato, curioso por naturaleza, quería conocer de cerca la esencia de dicho fluido. Por eso, sin pensárselo demasiado, le hizo una mueca de “ahí te quedas” al ratón, y de un salto limpio se arrojó al vacío, yendo a caer de patas sobre uno de los recipientes.

El líquido estaba tibio, parecía leche, pero debía de contener azúcar en abundancia, pues, a los pocos instantes de salir por pies de allí,  el gato empezó a sentir sobre su pelaje una especie de apresto que parecía que le hubieran  rebozado con una capa de almidón.

Brincó al suelo y se refugió detrás de unos cajones vacíos. En menos de diez minutos el animal ya presentaba un aspecto semifósil. No podía mover ningún músculo salvo los ojitos que, milagrosamente, se habían librado del mejunje. Providencialmente pasó cerca de él una gatita persa. Digo providencialmente porque, si ya es raro –e indeseable- que en una fábrica de productos alimenticios haya ratones, más difícil aún es que haya un gato  -y dos... no digamos-.

Pues bien, la hermosa gata persa, con un cascabel atado al cuello, reparó en su presencia y se acercó a olisquear a la víctima. Pareciéndole que la cobertura de su homólogo ofrecía un excelente aroma y mucho mejor sabor, empezó a propinarle lengüetazos de arriba abajo. Según pasaba su lengua áspera como lija, se iba desprendiendo poco a poco la coraza del minino. Al lamer por encima de la tripita, éste se empezó a mover convulsivamente bajo los efectos de las cosquillas que le procuraba dicho lameteo. Cuando le tocó el turno a la minina –a la del gato-, sintió una sensación de lo más grata y placentera, llegando hasta sus oídos una melodía que a él le pareció que estaba siendo interpretada en clave de francés.

 

-“Marramamiau...miau...miau...miauuuu”- pensó él.

-“Humm...humm...humm...miau...miau...”- pensó ella.

-“Asiiií...así... más...maaaás ...sí, sí... humm...sigue...sigue...no pares..ah, aaah...humm...miaaaauuu"- pensó él.

 

Total, que en menos que canta un gallo, el bicho quedó limpio de polvo y paja. De manera que se quitó el sombrero ante la hermosa dama, y se despidió de ella diciéndole  “vuelve por aquí cuando quieras”.

Al día siguiente, considerando que la pasada experiencia había sido de lo más placentera, el lúbrico felino quiso repetir, para lo cual aplicó la misma fórmula. Se subió a la palestra, saludó al ratón y le repitió la frase del día anterior: “Yo me bajo en la próxima ¿y usted?

Se había puesto especialmente seductor: recortándose las uñas, retirando las molestas pelusas que se forman con los pelos que uno va soltando diariamente, arreglándose las pestañas, eliminando una manchita de café que se le había derramado por encima a la hora del desayuno... En fin, encendió un fósforo, prendió un cigarrillo, y con la última calada se lanzó sobre una de esas calderetas que pasaban por allá abajo.

Embadurnado hasta las cejas, pero menos preocupado que ayer por su suerte, fue silbando de contento a resguardarse tras el cajón. Esta vez se tumbó despatarrado para darle más facilidades a la gata. Mantenía los ojos entornados tratando de imaginar lo que se le avecinaba. A su mente acudían imágenes de gatas salvajes provistas de látigos y ligueros.

Oyó pasos, quiso empinar sus orejas pero no pudo. En realidad no podía empinar nada, prácticamente estaba entablillado. Felizmente vio acercarse una sombra.

Cuando apareció un impresionante dogo argentino, por detrás del cajón, creyó que el corazón -que por cierto, era lo único que podía mover-  se le salía por la boca.

-“Marramiauuuu...pffffzzz...pfffzzz...”- quiso decir (pero no lo dijo).

-“Grrr... grrr...grrr...ñam...ñam...ñam...ñampfgz...ñampgfz...”-  quiso decir el perro (¡y lo dijo!).

 

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