Al doblar la esquina me di de bruces con un tipo encapuchado que
llevaba un arma en la mano. Sobresaltada, le miré. Él me miró a mí. A través de
unos ojales se veían brillar un par de ojillos burlones. Eché a correr. Él me
siguió. Yo cada vez iba más de prisa, de vez en cuando miraba hacia atrás. Le
sentía más cerca, y más... y más... y más... El corazón me brincaba. Casi podía
sentir su respiración agitada bajo la capucha. Llegamos hasta un callejón sin
salida. Un elevado muro de unos treinta metros de altura se alzaba majestuoso
ante mí. Me di la vuelta consciente de mi impotencia. “Tú ganas”, le dije. El tipo me apuntó con el arma.
Inclinó el enorme cirio encendido que llevaba en la mano y seguidamente empezó
a chorrear cera sobre el pavimento.
-“¡Anda! Entra sin oponer
resistencia, que van a empezar los Oficios”, me dijo-.
Atravesé el umbral de la Catedral y me situé
en la última fila de bancos. El encapuchado, detrás de mi, no me quitaba el ojo
de encima.
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