"Levantarte del suelo cuando has
caído, tirar del carro hacia adelante y no arrojar la toalla frente a la
adversidad, el desprecio o la humillación, no son necesariamente sinónimos de
cobardía. Muy al contrario: son gestos indicativos de orgullo y de raza, de
amor propio y pasión, de coraje y de una enorme voluntad de querer hacer que
las cosas cambien..."
El preparador físico deambulaba,
dando vueltas arriba y abajo por el vestuario, con las manos hundidas en
los bolsillos del pantalón. Mientras, iba desgranando y derramando sus
pensamientos en voz alta, con la secreta esperanza de que cayeran sobre
terreno fértil y germinaran.
Sentado en un banquillo y enfundado
en un batín de raso, la joven promesa del boxeo ocultaba su rostro
sollozante entre unos aparatosos guantes negros. Su nariz sangraba
profusamente. Desde una legua y sin gozar de vista de lince, cualquiera podía
apreciar que la tenía rota. De entre los bordes abiertos de un corte
en una ceja, se le iban escapando la sangre y el valor a partes iguales y
a borbotones. De pronto, se liberó de los guantes, los arrojó al suelo con
rabia, se incorporó en el asiento, y de un brinco llegó hasta la
puerta, cerrándola de un sonoro portazo.
Con esa rápida maniobra no pudo evitar
que la sangre siguiera fluyendo y huyendo de su cuerpo, pero al menos sí
consiguió impedir que el valor se fugara de su alma y escapara por un resquicio
del vestuario disfrazado de falsa dignidad.
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