y los besos se lavan en la boca con cerveza,
aunque hay besos que ni eso, son fugaces como brisa de
viento,
como caricia de sol que, tamizado por visillos de
gasa,
incide sobre los ojos y agasaja la espalda con
caricias.
El calor y el magnetismo van creciendo poco a poco
y se sientan sobre la mesa, entre nosotros, jugando su
mejor baza.
No proceden de la taza de café,
y la química que surge no emana del lúpulo de la
cerveza.
El amor, espeso, igual que nata de capuccino,
flota en el aire y se corta con un cuchillo,
los músculos de la pelvis están tensos como mármol
travertino,
la luz de la tarde estival se derrama sobre nuestras
cabezas,
dejando caer sobre ellas partículas mágicas
que colisionan entre si, y al chocar saltan chispas
de pasión, de entendimiento, de cruce de miradas, de
actitud,
de sensualidad e intelecto.
De la forma más simple se prende una llama
que nos hace arder como fallas:
“te comería la boca”, digo con la mirada,
“te besaría en el cuello”, dices sin decir nada.
Es imposible apagarla con otros fluidos diferentes a
los nuestros,
ni el café ni la cerveza son capaces de sofocar tal
incendio.
Nos vamos en un minuto, si eso… ya lo hablamos otro
día,
volveremos a pisar estos asientos, hoy vacíos,
volveremos a por aquellas partículas que quedaron
suspendidas en el aire,
somnolientas, sofocadas, solitarias, educadas,
testigos mudos de las ardientes tardes en que,
guardando las formas,
debidamente enrolladas dentro de una espiral como
cabello en un rulo,
con correcto disimulo se fraguó una tempestad
que se disfrazó de calma.
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