LOS AROMAS
DEL ADIÓS
Me
dijiste adiós mientras yo estaba soñando, así que creí que la cosa no iba en
serio. Dicen que los sueños, sueños son, por no hablar de las pesadillas. Y de
los salmonetes no digamos.
Por lo visto te ibas a trabajar a un lugar fascinante,
de ensueño, donde en el peor de los casos atan los perros con longanizas, ya
que, en el mejor de los casos, los perros allí van sueltos, de por libre, y al
igual que los bueyes que siempre están solos, son perros que bien se lamen.
Al pasarme la nota de tu despedida, entre tus
honorarios y como logros conseguidos, rezaba el compromiso de irte en la mejor
de las compañías posibles. No me lo creí, digo lo de irte, lo de la compañía
sí. Yo seguía sueña que te sueña, dale
que te pego, y ya se sabe… dicen que los sueños, sueños son, por no hablar de
las pesadillas. De los salmonetes no digamos.
Te pagué sin rechistar cuanto te debía, incluso con
intereses, recuerdo haberte dado dos besos de más. Entonces vi cómo te alejabas
entre la bruma, la bruma del duermevela o eso. En mis oídos retumbaba la voz
grave de Bogart que decía: tócala otra
vez, Sam, y yo, con lágrimas titilantes en los ojos te preguntaba
angustiada: bueno… pero siempre nos
quedará París ¿verdad?
Cuando desperté, como en los mejores microrrelatos, ya
no estabas allí. Te habías marchado de verdad. En tu lugar sólo quedaba una
carta y un extraño tufillo a salmonete, a
chicharro o a dinosaurio, no hubiese sabido muy bien qué decir.
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