jueves, mayo 02, 2013

¡¡BICHOS!!


Le vi venir por la acera a través del espejo retrovisor de mi coche. Parecía que tuviese el baile de San Vito. Se rascaba incesantemente con gran inquietud, entre aspavientos y una especie de espasmos o pequeñas sacudidas. Me llamó la atención su aspecto desesperado, incluso golpeaba todo su cuerpo con un periódico enrollado, como si se estuviese preparando para correr por la calle de la Estafeta delante de un encierro de astados.
Al pasar junto a mi coche me percaté de un detalle: Sobre su hombro izquierdo, cerca de la paletilla, estaban reunidos unos cuantos... ¿bichos? No hubiera podido, así a bote pronto, clasificar semejantes "animalitos" dentro de ninguna categoría ni especie, entomológica o no. De lo que no tuve ninguna duda es que esos pequeños seres debían ser los causantes del prurito y la zozobra de ese hombre. De modo que con el fin de ayudarle, informándole acerca de la existencia de esos huéspedes que adornaban su hombrera como una escarapela, salté del vehículo y me fui en su dirección tratando de darle alcance. El tipo caminaba muy de prisa, casi a brincos, y me costó trabajo pillarle. Cuando estuve pisándole los talones reparé detenidamente en la escena que se desarrollaba sobre su omóplato. Esos bichos eran como unos extraños insectos que tenían tan sólo cuatro patas, pero caminaban erguidos, en bipedestación. Había varios, al menos siete u ocho. Medían aproximadamente unos seis o siete centímetros de altura y estaban desprovistos de alas, aunque sí tenían varias antenas. Cuatro de ellos permanecían sentados -parecían humanos, qué caramba- en torno a una mesa camilla; en cambio los otros tres estaban de pie tras ellos, observando lo que hacían sus colegas sobre la mesa. Me calcé las gafas para ver mejor. No era consciente de ello, pero creo que yo también caminaba a saltos detrás de ese señor, como si tuviera azogue en el cuerpo.
Me quedé patidifuso cuando constaté que lo que hacían esos animalitos no era otra cosa que echar una partida de naipes. Concretamente tenían reunidas en sus manos... cinco, seis...no...¡siete cartas! ¡Estaban jugando al chinchón!! He de reconocer que la partida estaba de lo más interesante; no me extraña que "los mirones" que les acompañaban y animaban de pie, dieran saltitos de júbilo y le procuraran un desasosiego de semejante calibre al gentil casero que les había prestado su hombro como sala de juegos.
Uno de ellos ya tenía prácticamente formada una escalera de oros: cuatro, cinco, seis, el mono, sota, caballo de oros y el tres de bastos. Le tocaba coger carta. Cuando la levantó, el rey de oros, descubrió gozoso su jugada. Lanzando todas las cartas boca arriba encima de la mesa, y arrojando boca abajo, sobre el mazo, ese inapropiado tres de bastos, dio por finalizada la partida a la vez que todos -ellos y yo- gritábamos como un solo hombre, ¡chinchón!
El portador del casino se giró bruscamente al oír mi grito. Confuso, con los ojos muy abiertos, me miró como solicitando una explicación o una disculpa...no sé... algo. Yo me quedé boquiabierto sin articular palabra. En realidad, después de caminar varios minutos tras ese hombre, se me había olvidado lo que tenía que decirle

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