EL ALACRÁN
En esa
constante búsqueda de satisfacer a las musas, y que ellas, a su vez, me
satisfagan a mí, me encontré un buen día en medio de un desierto blanco de
paredes encaladas, alumbrada por un sol cegador, precedida por mi propia sombra
y acompañada tan sólo de mi silencio. “Esto debe ser como meditar” me dije, así
que decidí hacerlo lo más cómodamente posible.
A un lado del desierto había una silla barnizada en color rojo. Me senté
sobre ella. El respaldo quemaba, pero el asiento, abrasaba. Al cabo de un rato
mi trasero ya debía de estar en carne viva. Mientras hacía como que meditaba,
las musas hacían como que me visitaban, y yo fingía dejarme seducir por ellas.
Empecé a
chorrear sudor bajo aquel sol abrasador, tanto es así, que sin saber rezar le
dediqué unas jaculatorias a San Lorenzo, ese mártir que murió emparrillado.
Confundir la meditación con la oración es no entender ni de una cosa ni de
otra, creer que meditar es lo mismo que invocar a las musas, es infravalorar a las
musas… me hice un lío, la verdad…
Un alacrán que
paseaba por allí, arrastrando su veneno bajo un parasol, me invitó a alojarme bajo
su sombrilla para resguardarme del calor. Decidí probar suerte, nunca había ido
a ninguna parte con un alacrán hasta ese día. Me mostró el mundo desde otro
punto de vista, me enseñó la vida desde el subsuelo y me hizo amar el
underground. De él aprendí a administrar mi veneno con cautela, a estar alerta
y en guardia, a pasar desapercibida cuando la ocasión lo requiere, a
manifestarme altiva y soberbia cuando se trata de elegir entre matar o morir, y
a picarme la lengua con mi propio aguijón si me veo sitiada por una intensa
fogata, digamos que… me enseñó a vivir,
pero sobre todo a morir con dignidad antes que domeñarme a mi propia cobardía.
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