Todo
era oscuridad en la estancia, todo era el mutismo más absoluto envuelto en un
especie de papel de regalo color gris antracita. Las notas que el silencio arrancaba
de cada objeto inanimado componían una extraña melodía apagada, en la cual sólo
destacaba el chirriar de la puerta de algún vecino tempranero, las campanadas
de la Catedral a lo lejos, el zumbido de una mosca despistada que parecía no
darse cuenta de que en noviembre ya no hay moscas, o el ladrido de un perro
cansado de ladrar contra si mismo en la confortable quietud de una comunidad de
vecinos, comunidad, comodidad… ¡la comodidad de un pisito, ja!
Cecilia,
sentada en un taburete de la cocina, frente a una taza de café con leche, un
relaxin de esos que proclaman los alcaldes más cañeros y castizos del orbe,
contaba las horas, los minutos, los segundos que faltaban para que sonase el
timbre anunciando el gran momento. Había madrugado mucho y había dispuesto las cosas con tanta ilusión…
No podía fallar nada, todo en perfecto orden. Nada más levantarse de la cama se
lavó la cara como los gatos, incluso con menos esmero que muchos de ellos, se
peinó sus cortos cabellos con los dedos, como hacía siempre, y preparó lo
necesario para la ceremonia, porque a fin de cuentas es lo que venía siendo
eso, una especie de ritual que, mal
mirado, adquiría leves tintes satánicos: brebajes, hierbas, armas afiladas…
Cuando ya lo tuvo todo listo, cerró la puerta con un golpe seco que retumbó en
el silencio, el perro dejó de ladrar, la mosca dejó de volar y se precipitó
sobre la fregadera, momento que aprovechó Cecilia para aplastarla bajo una
enérgica sacudida de bayeta -¿bayetazo…?-, las campanas de la Catedral dejaron
de tañer, pero eso se debió simplemente a que no era la hora de tañer, pues
todo el mundo sabe que las campanas no se casan con nadie y tañen cuando quieren
o cuando las hacen tañer, incluso a las horas más inapropiadas. Cecilia se
preparó el café relaxin y, somnolienta, se dispuso a aguardar el instante
anhelado. De vez en cuando una cabezadita amagaba con ponerla a los pies de esos
caballos alados que conducen sueños, pero podía más el deber y ese aroma
inconfundible que nos despierta los instintos, todos ellos. Permanecía con la
luz apagada para ahorrar energía y dinero, pero sobre todo para no romper sus
estrechas relaciones con ese gris antracita que siempre la ha acompañado,
acompaña y acompañará donde quiera que vaya, de hecho Cecilia no es una mujer
color carne, qué vulgaridad es ésa, ella es diferente, y su piel, su aura, su
cabello, su sombra, sus sonidos y sus silencios, hasta sus risas… son de color
gris antracita. Bostezó, se desperezó y sólo al restregarse los ojos se dio
cuenta de que se le estaba corriendo la raya negra que se había perfilado sobre
el párpado superior con un lápiz de los chinos. Una manía suya, la de pintarse
la raya a esas horas, “me estaré poniendo hecha un Cristo”, pensó.
Por
fin sonó el timbre, “ahí está… ¡ya!” Apresuradamente saltó del taburete y abrió
la puerta con cautela para no quemarse. El asado en el horno estaba ya en su
punto. Tenía el color, la textura y el aroma precisos para hacer de él el mejor
manjar del mundo.
En
la cocina de Cecilia reinaba la oscuridad y el silencio, en el ambiente flotaba
una melodía, la compuesta por aquellas notas que escapan de los objetos
inanimados y es tan sólo rota por las otras notas que dimanan de los aromas
procedentes de un asado.
Una
sonrisa cenicienta iluminó su rostro a medias, de haber estado él, pensó, le
hubiese gustado tanto compartir ese asado con ella… El recuerdo de su ausencia
le arrancó una lágrima, sólo una, que se deslizó furtivamente por su mejilla
como si se avergonzase de ser la única en dar la cara. Se la limpió con el
dorso de la mano, y al hacerlo, estupefacta, se dio cuenta de un fraude: el
lápiz de ojos de los chinos en realidad no era negro, también era de ese
horrible color antracita.