Caminaba de prisa. El sonido provocado por las olas, al chocar contra las rocas, le sobrecogía en demasía y temía por su integridad física. Hubiera apostado a que ese mar se lo quería comer vivo.
Antes de emprender el ascenso por la empinada carretera, se apoyó en la barandilla y miró de nuevo a lo lejos para verle por última vez. El mar, zalamero y juguetón, le sacaba la lengua y le salpicaba de babas... en realidad el pobre era bastante más inofensivo de lo que parecía, sólo le estaba bailando el agua.
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