sábado, noviembre 06, 2010

LA CENA


Cuando llegó Mateo a la oficina, todas creímos enloquecer con él.
El nuevo compañero era –y es- muy atractivo: por fuera un bombón, por dentro… licor, trufa o crema, según el gusto de cada cuál. El asunto es que no pasó desapercibido entre el género femenino y algún que otro género masculino acostumbrado a llevar una dieta alternativa a la que, por lo visto, traemos asignada de serie.
Pasados unos días, tras las presentaciones y demás prolegómenos, Mateo y yo empezamos a hablar de “nuestras cosas”, como quiera que el tiempo de ocio en el trabajo era escaso, y no daba para completar la información que ambos estábamos dispuestos a regalarnos el uno al otro, quedamos un día para cenar juntos y así… conocernos mejor. Bueno… ésa era la teórica propuesta inicial, mis planes, además de más prácticos, reconozco que iban mucho más allá. De hecho cuando fuimos a aquel restaurante tranquilo, tirando a caro, uno de esos locales que muestran en las cartas unos nombres para denominar los menús mucho más grandes que el propio menú que luego ofrecen en el plato, yo iba vestida para matar. Llevaba un vestido muy sexy que no mostraba nada pero lo insinuaba todo, medias con ligueros, tacones de vértigo y una ropa interior que, en fin… por si sola ya valía bien la pena echar una mirada a ver qué había debajo de ese vestido.
Mateo se convirtió en portavoz ocasional cuando llegó el maître a preguntar qué íbamos a preferir para la cena, un fulano tan correcto como estirado.

-¿Qué tomarán los señores para beber…? Podemos recomendarles un tinto de crianza que…

Mateo se apresuró…

-Agua. Los señores tomaremos agua. Del grifo.

El camarero se quedó sorprendido de su firmeza, tanto, que no fue capaz de llevarle la contraria diciéndole que allí sólo se servía agua mineral embotellada. Posiblemente nunca se le había dado un caso así… el asunto es que se dirigió a la cocina y, sin rechistar, nos trajo el agua del grifo en una jarra de cristal.
Yo ya empecé a sentirme incómoda, sobre todo porque el agua me da miedo, sólo tomo vino o cerveza… no sé… será una manía, pero cuando miro el agua y veo esa cosa tan transparente y tan diáfana, me da por pensar qué clase de misterio se ocultará dentro de ella que ni tan siquiera se adivina. La cerveza se deshace en espumarajos, el vino a veces tiene unos posos increíbles, un licor presenta cierta turbiedad, lo cuál hace que ya sepa una de antemano con quién se juega los cuartos, pero…el agua… qué quieren que les diga, la he suprimido de mi dieta por miedo… su transparencia me resulta sospechosísima. De modo que la velada ya empezó mal desde ese mismo momento, pues mi enorme aprensión y aversión hacia el agua ya hizo que las hormonas que controlan mi libido se inhibiesen, mostrándose cautas y de lo más comedidas.

Cuando el maître, más tarde, preguntó por el menú, lo hizo con un gesto que adivinaba este pensamiento:
“estos ahora me piden una hamburguesa, como si lo viera”.
Pero no. Mateo pidió lo más sofisticado que encontró en el menú, y pidió lo mismo para los dos:

-De primero tomaremos Arrichuflis a la espetata con salsa caliente de búfalobill en cama de noventa. De segundo tomaremos Parranglana al horno con guarnición de perrendenden y tallitos de albornoces envueltos en cájara de cuchicuchi, la parranglana poco hecha, por favor.

El camarero se fue la mar de contento, la verdad, al menos se sacó la espina por lo del agua. Según vi de refilón, pues sin lentes sólo veo de refilón, el plato de los arrichuflis costaba del orden de los treinta euros, y la parranglana ésa –no sé si con cuchicuchis o sin ellos- costaba del orden de los cuarenta, es decir… que el polvo le iba a salir a Mateo por un ojo de la cara, porque yo, desde luego, ya me había propuesto que hubiese polvo tras los postres…
No me atreví a preguntar qué era esa cosa que íbamos a cenar a fin de cuentas, primero, por no parecer una cateta, segundo, porque fuese lo que fuese, a mi me interesaba más el polvo que los arrichuflis, eso estaba más claro que el agua asesina que nos íbamos a meter entre pecho y espalda.

No habrían transcurrido demasiados minutos cuando Mateo empezó a hacer cosas muy extrañas… una especie de tic… eran unos movimientos espasmódicos a caballo entre la convulsión, el baile de san Vito, la pulga maldita que a mi me picó hace que la busco lo menos dos horas, no saben ustedes lo que mortifica, pues todo mi cuerpo…humm… me pica, me pica, eso es lo que cantaba la Chelito con mucho desparpajo, pero Mateo… ¿qué hacía Mateo?
La verdad es que el tío estaba –y está- impresionante, lo que se dice como un tren, pero no sé… esos espasmos, esa sonrisa idiota que se le puso de repente, ese rubor facial intermitente que le hacía parecer un Gussi-Luz… mis hormonas de nuevo se vinieron abajo y mi libido era incapaz de sostenerse en pie. Yo le sonreía también, no sé si por solidarizarme o por mitigar mi ansiedad, sólo sé que miraba en todas las direcciones anhelando dos cosas contrarias a la vez: primero, que no hubiese testigo alguno del numerito que estaba montando el Mateo de las narices; segundo, que hubiese alguien, por favor, para que me echase una mano, pues cada vez arreciaban más las convulsiones, guiños, hipos, espasmos, rubores faciales y salivazos que le salían por la comisura de la boca. Yo no sabía qué hacer, empecé a preocuparme seriamente y lo primero que se me ocurrió fue volcar la jarra de agua en una maceta, no… ya sabía yo que lo del agua iba a traernos cola, pero lo peor de todo, que en ningún caso iba a ser la cola que yo había previsto inicialmente.
Tímidamente, cuando Mateo ya casi rodaba por los suelos intentando en vano aflojarse la ropa – a buenas horas, mangas verdes, vas a empezar con insinuaciones, pensé yo, pero bueno… omití verbalizar en voz alta dicha reflexión por temor a meter la pata-, sugerí con un hilillo de voz:

- Si te encuentras mal pido ayuda, no sé… un exorcista, o… mejor… llamo al 69 para que envíen una furgoneta, eso es…-


Mateo, al oír lo de 69 dejó los espasmos súbita y momentáneamente, e irguió ambas orejas. Empecé a marcar el número en el móvil. Advertí cierto retintín en su tono de voz cuando, cianótico perdido como la suela de un zapato, me dijo de manera entrecortada:

-No… mejor llama al 112 para que manden una ambulancia… me… mmm… me muero…-

-Es verdad… qué tonta, en qué estaría yo pensando, 112, eso es, casi el doble… hijo, si es que no se te entiende una palabra, vocaliza mejor…-

En estas estábamos cuando llegó el camarero con los platos de puturrú o lo que fuese aquello. El hombre al ver a Mateo de esa guisa se asustó, como es natural, y dejó caer la loza cartujana, con todo su contenido, encima de él. Le puso… bueno, como le puso… y preguntó lo típico en estos casos, qué pasa, se encuentra usted mal, avisamos a un médico… en fin, preguntas sencillas a las que yo iba respondiendo con acierto y celeridad. Aproveché para untar un dedo en el moje de los arrichuflis y para tomar una porción de búfalobill que le pendía a Mateo de la bragueta del pantalón, me decepcionó todo, la verdad… ni los arrichuflis, ni el búfalo ni el paquete de Mateo eran para tanto, las cosas como son.
Por fin llegaron los del 112, así… como llegan ellos a todas partes… con esas prisas, esos uniformes que les sientan tan bien, con esa decisión, ohhh… ya desde la puerta sentenciaron en cuanto vieron a Mateo a lo lejos, tendido en el suelo, y yaciendo con un ramo de flores que cuidadosamente había depositado el camarero entre sus manos…

-Se trata de un corte de digestión por culpa del agua.
-¿Qué agua…? Preguntó el maître, observando que la jarra estaba vacía.
-No si yo ya sabía que esto tenía que pasar…- sentencié.

Los del 112 me miraron un poco aturdidos –con admiración, diría yo, pues con ese traje la menda estaba que paraba la circulación-, y sin encomendarse a Dios ni al Diablo empezaron a sacudirle al pobre Mateo más que a una estera, lo de la reanimación y esas cosas… El cuerpo sanitario se pringó entero con la salsa de espetata que cubría casi entero el otro cuerpo, el del recién congestionado. Se limpiaban como podían a sus chalecos reflectantes, a la vez que solicitaban al cuerpo hostelero unas servilletas y un poco de pan para acompañar la salsa.
Aquello empezó a aburrirme sobremanera, las cosas como son, así que decidí abrirme, e ir a tomar un poco de aire fresco a la calle, la noche me esperaba fuera del local. Me despedí cortésmente de los tres cuerpos, el sanitario, el hostelero y el de Mateo, y me fui, no sin antes dejarle una tarjeta con mi número de móvil a un guapo sanitario, un moreno espléndido que se estaba zampando los arrichuflis que quedaban indemnes en uno de los platos.
-¿Qué es esto…?- Me preguntó.
-Mi número de móvil- Respondí con picardía.
-No… digo lo que estoy comiendo-
-Ah… pues son treinta euros del ala.

El sanitario me los pagó religiosamente, y además me soltó tres euros de propina.
Me fui de allí tan campante, con treinta euros de más en el bolsillo y sin tener que echar el polvo, pero antes de salir al sereno algo llamó poderosamente mi atención al pasar… la planta donde vertí el agua se contoneaba con unos movimientos espásticos de un modo ciertamente sospechoso.

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