martes, marzo 01, 2011

8º poema de "Los quinientos versos que hay en mí"



Sigo dibujando versos

como quien esboza un bosque
de colores, trazo a trazo,
hasta llegar a trescientos.
Puede ser un dislate
y sonar a despropósito
si no mantienen el ritmo
y el singular cromatismo
que requiere la ocasión.
Empeñada en ser mujer poeta
me sumerjo en el silencio
que me ofreces desde el lecho
de una taza de café,
cuando te miro y te veo,
y cuando, por más que mires el fondo,
tu apenas nunca me ves.
Recorro lugares de culto,
emplazamientos sagrados
donde se fraguó la nada
de un amor condenado a despedida
desde el día que nació.
Y no veo las mismas caras
aunque rebusque en la tarde,
aunque hurgue en el archivo
donde guardo
aquellos días de estío
de camiseta de rayas
y hombros al descubierto,
de casi cuarenta a la sombra
y no digamos al sol.
Tertulias amables
envueltas en sones de nanas,
frases cortas, monosílabas,
apoyadas por
elocuentes miradas entornadas,
a la hora de la siesta,
una siesta prohibida, imaginada
entre delirios febriles, poblados
por negros ojos aplomados,
inocentes, persistentes,
descarados, incendiarios…
Un roce suave,
codo contra codo,
hace saltar las alarmas y activar
los sistemas de emergencia.
El corazón se desboca al palpitar,
y amenaza con salir de entre la boca
diciendo todo aquello que piensa.
Con las formas y los modos
llega la contención, el castigo
y la abstinencia,
de alguna manera
llega la resignación,
la pasiva resistencia,
y prevalece el designio
que nos marca desde fuera:
todo es por mantener
la buena reputación.
Un fugaz beso en la mejilla
por no besar en los labios,
pone broche a la aventura
y rubrica el ardiente deseo
que se agosta bajo rayas veraniegas
a modo de colofón.
De este modo, elucubrando
con recuerdos malditos
por prohibidos,
me pierdo laxamente por
la calle La Amargura,
y voy vagando, dando tumbos,
desde una mesa de forja
y una silla de madera,
envueltas en la nebulosa
que flota dentro de un bar,
dejando atrás ilusiones
encerradas bajo llave en un portal
con un número cualquiera
pongamos que fuese el once,
hasta llegar a las fauces
que me aguardan afiladas
devorando cada día,
minando con fruición
esta solitaria vida
que comparto con más gente
bajo un techo diferente,
bajo el techo de mi lar.
Así va saliendo sola,
hablo de la poesía,
no hay más que tirar
del hilo de la madeja
y deshacer el ovillo
de la memoria que,
cual tupida guedeja,
alimenta de emociones
y regusto mis poemas,
y me llena de nostalgia
a medida que se aleja.

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