viernes, noviembre 23, 2007

UN JUEVES DE LO MÁS TONTO, EN MADRID.


Ayer tocó viaje a Madrid. Lo que se dice todo un viaje de placer.
Llovía que se las pelaba, de modo que recogí a Lucía a la puerta de su facultad y, chapotea que te chapotea, nos deslizamos durante un par de horas sobre un asfalto que estaba rutilante de agua, por decirlo suavemente, pero en realidad parecía un bebedero de patos. Llegamos a la una, dejamos el coche en Recoletos y subimos calle arriba por Alcalá. La curiosidad y nuestros pasos nos llevaron a la calle Príncipe, junto a Santa Ana, justo donde se encontraba descansando el cuerpo de Fernán Gómez. Los medios de comunicación tenían tomada la plaza por asalto, con todo un arsenal de vehículos, cámaras y micros; de modo que si el finado hubiera pensado por algún momento en salir huyendo, "iros a la mierda, coño", lo hubiera tenido asaz complicado. Entramos en el Teatro Español. No daba sensación de velatorio –seguro que es precisamente lo que hubiera deseado Don Fernando de haber podido opinar.- El féretro, sobre el escenario, estaba rodeado de mesitas y sillones, como si la escenografía correspondiera al interior de un café. Sus amigos y allegados estaban sentados sobre las butacas y charlaban en animada conversación, compartiendo tertulia y botellita de agua, mientras continuamente se acercaba alguno de ellos a un atril, papel en mano, y recitaba poemas o canciones. El público silencioso, en señal de respeto, permanecíamos en el patio de butacas y, como mucho, cuchicheábamos con el de al lado cada vez que entraba alguna cara conocida (Larrañaga, Marisa Paredes, Ramiro Oliveros, Álvaro de Luna...) Al salir del teatro, justo en el bar contiguo, "La vinoteca barbechera", entramos a tomar un vinito. Allí estaban junto a la barra, en una barra prácticamente solitaria, Pedro Almodóvar y su hermano Agustín, el productor.
Sólo puedo decirles que compartimos cañita y vinito con Almodóvar -el tomó un café con leche a nuestra salud-, lo crean ustedes o no. Ese ticket de la foto es la prueba fidedigna. No entro en más detalles de lo que ocurrió en ese bar porque es algo muy personal e íntimo. Pero Lucía y yo recordaremos dicha experiencia durante el resto de nuestras vidas. Y no es broma. Únicamente añado que no os fiéis jamás de un camarero. Y hasta aquí puedo leer. Un cliente solitario que estaba a nuestro lado, en la barra, me rogó encarecidamente que me sentara en un taburete porque se estaba poniendo de los nervios, y por lo visto para mitigarlos bebía una copa de vino tras otra (quien me conoce bien sabe que es cierto que soy muy movida y a veces saco de quicio al más pintao).
Después de eso, levitando con rabia -y sé lo que me digo-, fuimos a comer a un italiano. Nos acompañó Ángel, el mejor y más ameno compañero de mantel que te puedas echar a la mesa. Hicimos con él una sustanciosa, divertidísima y prolongada tertulia en un café cercano, y más tarde nos despedimos hasta la próxima.
Lucía y yo no quisimos irnos de Madrid sin constatar que cada cosa sigue en su sitio, de modo que nos acercamos a Chueca y a Malasaña para comprobarlo. De prisa y corriendo -el tiempo vuela cuando estás a gusto y cuando estás mal se para inexorablemente- regresamos a por el coche. Antes hicimos escala en el Gijón. Me quedé sin lotería, porque una sevidora es muy dejada para los asuntos del azar y del dinero, a pesar de que el camarero me dijo que en Prim, a la vuelta, había un dispensario lotero -¿qué les he dicho?.. No se fíen de los camareros, siempre mienten.- Al menos yo no vi el dispensario ese.
Castellana adelante llegamos a Maldonado, a la presentación del libro de Guillermo Ortiz: “Cuando las cosas dejaron de tener sentido” (Editorial GrupoBuho). Libro que, ya de paso, os recomiendo encarecidamente, y no sólo porque Guille sea amiguete, sino porque encontraréis en él algo distinto, tanto en el fondo como en la manera de expresar en clave intimista toda una cosecha de vacilaciones y autopercepciones, pero sobre todo, sobre todo... porque os veréis reflejados vosotros mismos en muchos de sus conflictos y de sus dudas.
Felices y contentas, con el libro firmado bajo el brazo, salimos a la calle, le hicimos un buen corte de mangas al frío de la noche madrileña, montamos en el coche y enfilamos de nuevo el camino de regreso a Pucela.

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