Estoy cansada.
Estoy cansada de gritar en el desierto hasta quedar
afónica.
De asomarme a través de una ventana
y contemplar
extasiada una calle por la que no pasa
nadie.
De levantarme y acostarme con miedo,
con ese oscuro temor a que el día menos pensado
se rompa el hilo de seda que me ata a la muerte
y empiece a
vivir de nuevo sin acordarme del pasado,
con lo que eso supone.
De enfadarme los martes y contentarme los miércoles
por las mismas
cosas,
de empaparme
con ellas y engañarme diciendo:
“este agua moja
pero no cala.”
De tener que soportar
cómo el verdugo
que me envenena
día a día
no hace más que echarme en cara mi fuerte hedor a
muerta.
De escuchar risas y cuchicheos a mis espaldas que,
convenientemente traducidos, vienen a decir:
“ Mírate en el
agua del río,
verás que no
eres más que una pobre loca”
De rugir como un león, dándome golpes de pecho,
para no admitir
mi cobardía y asumir que,
cada día que
pasa, mi peso específico se devalúa
igual que la
moneda de un país en guerra.
De mirar hacia arriba, detrás de las nubes,
y ver que sólo
hay cielo.
Estoy cansada, por eso me siento.
Estoy cansada. Quiero irme.
Pero no puedo.
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