Desnúdame, tarde lluviosa,
y ponme junto a su fuego a
secar,
atiza las brasas de su
hoguera
y conviérteme en la reina de
su lar.
Deja que crepite su leña en mis entrañas
y alimente con su fuelle mi
calor,
exhalando su aliento cálido,
expeliendo perlas de sudor,
escupiendo cristales de saliva,
espejos de llanto y un
collage de fluidos
derramados, consumados,
adheridos a mi piel mojada,
esta piel devotamente adobada
y perfumada a expensas
de un fuerte aroma
almizcleño,
segregado, gota a gota, por
su dueño
cuando sigue, paso a paso, el
ritual
erótico, físico, químico,
ese momento álgido y no frío
del deseo metafísico,
virtual aunque febril
como la frente de un tísico,
que abrasa los cuerpos,
que abraza los brazos y besa
los ojos,
que muerde los labios,
que quema rastrojos
y matas de abrojo,
condenando a despojos
tu espalda y mis cien
arañazos,
mi vientre, tus manos
mis pechos, tu lengua,
mis muslos, tus brazos,
mi grupa, esa drupa…
mi jinete, tu yegua
y este instinto animal
que es el que tiene la culpa.
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