Cuando naciste y llegaste a mi vida me sentí uno de
los seres más dichosos del planeta. Tu tacto suave, limpio y con ese olor
inconfundible que tienen los recién nacidos, me llenó de emoción, ya desde ese
momento supe que defendería tu integridad física -que a fin de cuentas también
es la mía- a capa y espada.
Aprendimos a correr los dos juntos de la mano. Al
principio despacito, por temor a que te
lastimaras. Después soltamos nuestras melenas al viento y decidimos
escapar, pero haciéndolo a lo grande: dejando una larga estela de adrenalina
por esos caminos de Dios y probándonos de continuo el uno al otro. Con el
tiempo llegó la confianza mutua, y ambos supimos que podíamos fiarnos de
nosotros mismos, que si nosotros no lo hacíamos nadie más lo haría. De modo que
quisimos volar y vimos que éramos capaces de ello, que formábamos un tándem tan
bien configurado que no se nos ponía nada por delante, y a ti, hermano, te crecieron unas alas tan
grandes como las de un avión. Así que despegamos nuestros pies del suelo y
empezamos a elevarnos, y subimos, y subimos tan alto... que llegamos hasta las
estrellas. Una de ellas tenía un brillo especial, era de color rojo, y también
había otra azul, y giraban emitiendo destellos, como señales. Nos detuvimos
fascinados por ver si esos guiños en realidad ocultaban algún tipo de mensaje.
Efectivamente. Tras las luces, un tipo que estaba vestido de uniforme me hizo
soplar a través de una cerbatana, no sé exactamente qué coño quería, pero
comentó algo de unos puntos, me quitó el carnet y a ti, hermano, te cortó las
alas.
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