El tipo aquel,
cuando mataba, que era a menudo, siempre volvía al escenario del
crimen una y otra vez. Tenía la vaga sensación de haberse dejado
algo olvidado en ese sitio, era como si su presencia estuviese más que
justificada en base a recuperar el tiempo, el recuerdo o algún elemento
perdido.
Efectivamente
los hechos acababan por darle la razón a su intuición. Pues siempre que
regresaba, allí estaba ella: impecable, solícita, luciendo la mejor de sus
sonrisas… y diligente, eso sí, siempre diligente, con la eficacia de una
funcionaria competente y aséptica. Sostenía entre sus manos, envuelto en papel
de regalo con un enorme lazo negro, el arma homicida: brillante, limpio, sin
mácula ni rastro de sangre. Acto seguido se lo entregaba con un suave
ademán que iba arropado por la caricia de la mirada más noble que era capaz de
dibujar. Y todo para que de ese modo él pudiese volver al día siguiente a cumplimentar
de nuevo, con tal de que volviese...
El irredento y
pertinaz asesino tomaba el testigo solemnemente, y se alejaba del lugar de los
hechos, digno, riguroso, serio,
circunspecto, sin despedirse siquiera
de ella, como si no la conociese de nada, así hasta el día siguiente o hasta la
próxima ocasión. Podía sucederse dicho episodio hasta la eternidad, no en vano
él sólo hacía como que la mataba y ella sólo
hacía como que se dejaba morir.
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