Un poeta andaba preocupado buscando el último verso con el que
cerrar su poema, y de lo ansioso que estaba se mesaba el cabello tan
bruscamente que ya empezaba a presentar claros signos de alopecia. Deambulaba
por la habitación como un león enjaulado, con la cabeza gacha y las manos
asidas por detrás, en la espalda. Se las apretaba con mucha fuerza, de modo que
los nudillos, a punto de reventar, presentaban un aspecto brillante y
blanquecino, más que manos de poeta parecían manos de místico, qué digo... huesos
de santo. Las musas estaban de puente y le habían dejado abandonado a su
suerte. Él miraba y miraba buscando la inspiración, bien ante un objeto
cotidiano, ante el panorama del jardín que se abría frente a su ventana, o ante
la imagen de su amada que, sonrisa abierta de par en par, vivía perennemente
enmarcada dentro de un óvalo de madera.
Aburrido, decidió dejarse de zarandajas y quitarle hierro al
asunto presentando dicho poema sin ese último y tan necesario verso.
-Ya está, mejor así... un final abierto para que el lector se
encargue de cerrarlo a su manera, para que deje volar su imaginación, que tampoco
conviene dárselo todo hecho.-
Efectivamente, el poema terminó abierto en pompa, tanto… que por
el amplio boquete practicado se escaparon todas las demás palabras y el
atribulado poeta se quedó sin poesía.
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