martes, junio 30, 2020

ANISETTE Y EL MARQUÉS DE MOGOLLÓN

ANISETTE Y EL MARQUÉS DE MOGOLLÓN

Entre la vasta colección de botellas de licor que guardaba en su mueble-bar el Marqués de Mogollón, había una, la más discreta de todas, que nunca había llamado la atención de su dueño. A todos los efectos era virgen, en el más amplio sentido de la palabra, pues el señor marqués ni siquiera le había retirado el refajo protector que rodea el tapón, con su nombre comercial impreso. Mucho menos había profanado sus interioridades para pegarle un tiento, pese a su desmedida afición a beber.
La modesta botellita era de Anís, antaño muy de moda, pero hoy día en desuso.
El marqués, bebedor compulsivo, le tenía tomadas las medidas a todas sus botellas menos a la pequeña Anisette -ella prefería llamarse en francés, porque en castellano su nombre era Aniceta-.
Anisette se sentía celosa, ninguna mujer quiere ser invisible y menos para un marqués de rancio abolengo, así que un día reflexionó -dentro de lo que puede reflexionar una botella de anís-, y concluyó que tal vez era mejor así, pues sus colegas -las otras botellas más atractivas para el aristócrata-, tras ser profanadas, cuando el dueño ya estaba al límite de sus fuerzas y a ellas no les quedaba una sola gota de licor dentro, iban corriendo la misma suerte todas, es decir, acababan vacías en el contenedor de vidrio, aguardando allí dentro a oscuras, igual que los toros de lidia cuando son conducidos en camiones de la dehesa a la plaza, su triste final.
A partir de ese día hacía todo lo posible por pasar más desapercibida, agachándose cuanto podía para no ser vista, cuando el señor tantaeaba entre las botellas para hacer su selección. Así aguanto mucho tiempo, `pues sus colegas destinadas al contenedor de vidrio, eran reemplazadas rápidamente por otras botellas de lo más vistosas, algunas, incluso procedentes del extranjero.
Una noche que el marqués estaba borracho como una cuba, tomó por error a la pequeña Anisette. La pobre, acongojada y asustada, sintió cómo le desgarraba su ropa y le arrancaba el sombrero de cuajo. Vejada y ultrajada por ese bárbaro, pese a su título nobiliario, soportó estoicamente y con dignidad lo que para ella suponía una especie de violación, rumiando su venganza para cuando se presentara la ocasión. El marqués volcó algo -bastante- de contenido en su copa, le pegó un buen lingotazo y... se quedó mudo, parado, con los ojos desorbitados y una boca cerrada que sólo pudo abrir para lanzar una gran llamarada en modo dragón. Aquel anís... porque aquello era anís ¿verdad? era imbebible, puro alcohol de quemar. Tomó la botella y, con gran esfuerzo, leyó el nombre a ver qué era. A pesar de su estado de embriaguez vio que ponía “anisette”, y eso que parecía tan inofensiva... Con su lengua completamente escaldada entre los labios, que parecía un pingo, estrelló la botella contra la pared. La botella de anís ni siquiera pasó por el contenedor de vidrio como todas, fue directamente a la basura. Eso sí, lo último que oyó el marqués antes de estrellarla, fue la sonora y cristalina carcajada de Anisette cuando recordaba lo que le decía su abuela siendo aún pequeñita, cada vez que se enfurruñaba por algo: “mi querida Anisette, serás una mujer de gran carácter, no creo que haya hombre que pueda contigo”

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