sábado, mayo 16, 2020

Déjame que te cuente ("El cuco siempre asoma varias veces" )

EL CUCO SIEMPRE ASOMA VARIAS VECES
Ana Mª Rodríguez (POETA BULULÚ)
El hombre llamado D.H.I. aguardaba con impaciencia en la sala de espera de la consulta del dentista. Se preguntaba, y no le faltaba razón, por qué le habrían citado a las once, cuando eran ya casi las doce y aún había pacientes citados antes que él esperando en la salita. Además… ese reloj de cuco en la pared le estaba poniendo nervioso, dejando entrever un pajarito de resina, burlón, cada vez que llegaba el nuevo cuarto. D.H.I. tenía un dolor de muelas horrible que se acompañaba de un flemón, cuya protuberancia en el maxilar derecho le dotaba de un aspecto grotesco, parecía un hámster. No estaba para esperas innecesarias ni para guasas procedentes de un pájaro de cuco.
En la sala de espera, antes que él, aguardaba una señora de avanzada edad, metida en carnes, que hojeaba tranquilamente una revista de decoración -tenía pinta de que no le doliera nada-. Había también un señor de mediana edad que olía a colonia para caballeros, de esas de imitación, cuya fragancia marea casi más que la de la marca original. Deslizaba su dedo sobre la pantalla del móvil, ajeno a todo. También estaban un padre y un hijo, un chaval de unos doce años que, al igual que el tipo de la fragancia mareante, consultaba la pantalla de su móvil –el padre de vez en cuando echaba un vistazo sobre el hombro del chaval-.
Y luego estaba el cuco. Ya le había visto asomar hasta en tres ocasiones, las once, las once y cuarto, las once y media… maldito pájaro, “a quién se le ocurre decorar la sala de una clínica dental con una de esas casitas tirolesas con pájaro incluido…” El timbre avisó de que podía pasar el siguiente. El tipo de la colonia de imitación apagó su móvil y salió con un escueto “adiós”. 
Hacía calor allí dentro, al menos eso es lo que sentía D.H.I., y seguro que era por la fiebre… menos mal que alguien había tenido la cortesía de entreabrir un poco la ventana que daba a un patio interior.
Casi al mismo tiempo que salía el pajarraco de su cueva para señalar las doce menos cuarto, sonó el timbre –esta vez puede que el cuco se volviese a ocultar tras la puertecita por el susto del timbrazo-. Salieron de la sala de espera el padre y el hijo. El chaval pretendía acceder a la consulta del dentista mientras wasapeaba por el móvil, el padre debió sacudirle una colleja porque se escuchó un “ay” antes de que hubiese tenido tiempo de actuar el sacamuelas.
Quedaban la señora robusta y D.H.I.; ella le miró, lanzó un hondo suspiro, que llenó su pecho y su blusa de aire, y continuó revisando las páginas de la revista. Pasaron unos minutos. Sonó de nuevo un timbrazo. La señora, con parsimonia, cerró la revista, la dejó sobre la mesita de centro, se levantó,  y con un “hasta luego, que le sea leve”, salió de la sala, no sin antes recolocarse la falda, la blusa y el bolso. 
Las doce. El pajarito asomó de nuevo piando como un desesperado, D.H.I. le miró furioso y le dijo con indisimulada rabia: “ándate con ojo, pajarraco, sólo quedamos aquí tú y yo”. Pero el cuco no regresó otra vez a la casita tirolesa. Echó a volar y se coló por el hueco abierto de la ventana, saliendo libre a la calle.
D.H.I, desilusionado y atenazado por el miedo a partes iguales, se dijo: “vaya, hombre, ahora sólo quedo yo”

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