sábado, mayo 16, 2020

YO A MI BOLA (Me lo han robado todo)



Confieso con cierto sonrojo que esto del “desescale”  me está gustando a medias, porque en realidad lo que queremos cada uno es desescalarnos “nosotros”, y que “ellos” se desescalen, sí,  pero menos ¿o no?  Me explico.

Cuando empezó el lío este del confinamiento, recuerdo que la primera tarde/noche que bajé a la calle a los perros  a hacer sus necesidades,  me resultó sobrecogedor percibir que, lo que días antes era una avenida más o menos ruidosa y llena de coches, se había convertido, como por ensalmo, en un solar, un espacio con tintes apocalípticos y sin rastro de nadie, igual que si hubiese habido una explosión nuclear y se hubiese extinguido la especie humana, sin vestigio de animales o personas… tampoco había coches, sólo reinaba el silencio.  La primera vez que sientes algo así es inquietante. Como cuando acudí a trabajar caminando mi primera noche tras el encierro. Iba absolutamente sola por  toda la avenida, sólo escuchaba mis propias pisadas sobre el pavimento de la acera, y casi ni eso, al llevar deportivas. Tuve una ligera sensación de miedo, una leve desazón…  ¿y si me salía alguien al paso…? pero enseguida se me quitó. Ocurre como cuando pasas de noche ante la tapia de un cementerio. No hay nadie. Luego nadie te va a hacer nada. Eso pensé. A partir de ese día, cada noche que acudía a mi trabajo, y lo hacía en similares circunstancias, sólo percibía paz, una enorme paz. Empezó a gustarme.

Pues lo mismo me sucedió cuando seguí bajando  a los perros a mear al filo de las nueve de la noche, que empecé a acoplarme a esa nueva sensación de soledad, y pasó a ser sensación de paz y sosiego.

Lo que antes suponía una aventura, o sea, cruzar la calle llena de automóviles en hora punta, ahora, nada… iba, ponía el pie en la calzada ya sin mirar a ambos lados, pues la avenida, extendida a derecha e izquierda a lo largo de varios kilómetros, se veía limpia de polvo, paja y vehículos, y cruzaba descuidadamente. Silencio. Paz. No importaba siquiera que la Tula o el Merlín se detuviesen en medio de la calzada a olisquear alguna meada sobre el asfalto, no había de qué preocuparse, el peligro de los coches había desaparecido. Curiosamente, empezó la vida para algunos cuando empezó a “acabarse” para otros. Por la acera, agarrados del brazo, paseaba una pareja de patos que se habían desplazado desde el río, yo creo que eran matrimonio… Un gato negro  grande y robusto cruzaba también la calzada con indolencia, yo creo que por primera vez sin jugarse la vida sorteando coches, bicis y transeúntes.

Reconozco que no me costó trabajo acostumbrarme a esa paz y soledad urbanas, reconozco que no entraña para mi gran dificultad lo de guardar la distancia social, casi lo que me cuesta más es lo contrario, acercarme demasiado a la gente. Soy de naturaleza arisca –yo digo que soy castellana para suavizar un poco mi condición de orco-, poco de besuqueos y tocamientos, de modo que me pasó lo que al gato negro, caminar en solitario, sin humanoides pululando alrededor,  pasó a ser una bendición, lo confieso. Por supuesto, mi leve paseo con los perros no se dilataba ni en tiempo ni en espacio más de lo recomendado por las autoridades competentes, pero he de decir que la que disfrutaba como una perra era yo.

Hete aquí que viene lo del desescale o descalabre, como se diga… Bajo la primera tarde/noche a los perros y… bueno… no daba crédito a lo que veían mis ojos. Digamos que, no es que “mi calle” –porque ésa había sido milagrosamente y por momentos “mi calle”, donde sólo mandábamos yo y mis circunstancias, cuando no había nadie, claro…-, digo, no es que mi calle estuviese como antes de la movida, es que aquello de súbito se había convertido en un charco de ranas, en el corral de la Pacheca: coches por doquier  –ya no se podía una confiar al echar el pie a la calzada, ya no podían detenerse la Tula y el Merlín a olisquear sus fragancias favoritas-, montones de gente, dúos, tríos, cuartetos…, bicis, patinetes y patinadores sobre el carril bici corriendo veloces, como si no hubiese un mañana, de tal modo que algún desaprensivo casi nos afeita el bigote a los tres, a mis perros y a mí, rostros enmascarados, pares de ojos mirándome ceñudos, apuesto que,  con la misma hostilidad que yo les miro a ellos. “Nos han invadido, chicos”, les dije a los perros. Uno siempre tiene la sensación de que no estorba, no molesta, no ocupa, los que molestan, ocupan e invaden las calles son los demás, “ellos”, “los otros”.

 Esos miserables, esas hordas de gente ávidas de correr sin conocimiento  habían invadido “mi calle”, mi calle, la del gato negro y el matrimonio de patos… ¡gentuza! Y ese día tuve una certeza categórica: no se han conformado con robarme  el mes de abril y el de mayo, además me han robado la calle… ¡mi calle! (Y lo que te rondaré, morena… ¡gentuza!)

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