lunes, junio 22, 2020

YATE DE LUJO

YATE DE LUJO


Estoy en un yate de lujo tumbada en la cubierta sobre una hamaca. Es un yate estupendo donde no falta de nada. Luzco un exiguo biquini blanco impoluto, como los que lucen esas señoritas de los anuncios de la tele, incluso me atrevería a decir que estoy tan buena como ellas -o más-.
El yate, fondeado, está lo suficientemente alejado de la costa como para que, sin perderla vista, no podamos ser molestados por nadie -a las costas no conviene perderlas de vista, más cuando hemos nacido en la Meseta castellana, en localidades donde sus ríos discurren secos como bacalaos-.
Esto es el Mediterráneo y lo demás son bobadas. Luce un sol radiante y el mar está en completa calma, ni una ola -como me gusta a mí, repito... soy de secano, y me da por culo el meneo de las olas y los perejiles, algas o lo que sea eso que se viene tras ellas y se te enreda en las piernas-. Las olas para los surfistas.
Estoy pensando en zambullirme y nadar un rato en torno al yate. Me asomo desde la plataforma habilitada para esos menesteres, pero me lo pienso mejor. Para que yo me lance al mar voluntariamente -sin que me precipite alguien por la borda a la voz de “hombre al agua”-, éste debe reunir unas condiciones que sospecho no se dan en este caso: el mar debe estar tan transparente como el agua de las botellas de Solares, el fondo debe estar cubierto de arena cuanto más fina mejor, o en su defecto una plaqueta o baldosa que no resbale, y la más importante, yo debo hacer pie en cualquier zona por donde transite, pues, pese a saber nadar de manera básica y sin florituras ni posturitas, mi pavor a perder la referencia del suelo bajo mis pies, hace que me ahogue sin más si sé que no lo hay, directamente me ahogo y punto. Mi mar platónico debería parecerse a una gran piscina pero sin ser piscina. Lo de las piscinas es aún peor... teniendo a disposición escalerillas para entrar al agua, primero un pie y luego el otro, con enjundia y distinción, los usuarios se arrojan como cafres, caigan sobre quien caigan, qué horror... En fin, creo que no se dan estas circunstancias en el mar donde flota mi yate frente a la Costa...hummm... ¿qué costa es...? Bueno, da igual que esto sea la costa griega en el Egeo, la costa Amalfitana en el Tirreno, o que lo que tenga frente a mi, a lo lejos, sea Benidorm... da igual, se está tan bien aquí...
Visto lo visto, desisto de zambullirme ¿quién necesita un mar -salado como perros- si dispones de una ducha o una palangana, de las de toda la vida, para refrescarte un poco el fandango?
Así que, sofocada de pensar en nadar, me tumbo en la hamaca y acude el camarero, presto, a ver si quiero tomar algo. El camarero está muy bien, es un camarero de lujo, como el yate, y por si fuera poco me mira con interés -creo que con el interés que se mira a las mujeres interesantes, no a los insectos, por ejemplo-... No me quita el ojo de encima. Eso es bueno, cuando te mira un camarero guapo y de lujo, te vienes arriba y te pones más guapa y más tonta  -si cabe- que de costumbre. Pido un gintónic bien fresco, con muchas piedras de hielo. También solicito una tapita -me pediría unos torreznos de Soria, soy muy de torreznos, pero en el mar, en un yate como éste, con un camarero tan guapo y distinguido y con un gintonic, no sé...-. Así que me decanto por algo más acorde con el ecosistema, unas gambitas, unas lascas de jamón del caro y unas aceitunas rellenas. Me lo sirve con diligencia y una bonita sonrisa, yo le guiño un ojo a ver qué pasa... no pasa nada, estoy segura que ha creído que tengo un tic o se me ha colado un pelo de una pestaña. No hay nadie más en el yate, salvo el Rudo. En realidad, estando el Rudo, no nos hace falta nadie más, el Rudo acuña ciertos conocimientos de navegación. Pero como son bastante básicos para un yate tan bueno -los conocimientos-, conviene que también esté a la mira un experto, un patrón de yate como Neptuno manda. Eso sí... no es menester que esté dando palique ni dando por culo todo el rato, con que se haga cargo del timón, las velas, el motor y demás aperos, suficiente.
De súbito empieza a levantarse una ligera brisa que cada vez va a más y más. El experto patrón de yate frunce el ceño, chasca la lengua y concluye que se está originando un viento de Poniente que, dada nuestra situación, provocará un fuerte oleaje... Efectivamente, en poco tiempo nuestro mar en calma pasa a ser una fuerte marejada, y esta servidora, medrosa de por si, se descompone y aferra a lo primero que pilla, que en ningún caso es el camarero guapo ni tan siquiera el Rudo. Lo más cercano que veo para asirme es un mástil, también es lo último que veo cuando una ola me tapa -con toda su agua- de la cabeza a los pies. Cierro los ojos, pero al abrirlos... me percibo asida al palo de la fregona como el Conde Ansúrez, hecho estatua, se aferra a su lanza, mientras chapoteo sobre el agua derramada del cubo de fregar el suelo.

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