El gatito miró con gesto interrogativo al ratón:
“yo me bajo en la próxima ¿y usted?”.
Ambos caminaban sigilosos sobre una estructura
metálica en forma de pasarela, evitando por todos lo medios ser descubiertos.
Podemos ser enemigos acérrimos de alguien, pero el destino sabiamente ya se
encargará de unirnos ante la adversidad, no le quepa la menor duda. Es lo que
les ocurría a esos dos sujetos que se deslizaban por encima de los hierros,
arrastrando sus largas colas.
Abajo, una cinta transportadora paseaba cadenciosamente de
manera automática, un número considerable de envases con un contenido
líquido de color blanquecino en su interior.
El gato, curioso por naturaleza, quería conocer de cerca la
esencia de dicho fluido. Por eso, sin pensárselo demasiado, le hizo una mueca
de “ahí te quedas” al ratón, y de un salto limpio se arrojó al vacío, yendo a
caer de patas sobre uno de los recipientes.
El líquido estaba tibio, parecía leche, pero debía de
contener azúcar en abundancia, pues, a los pocos instantes de salir por pies de
allí, el gato empezó a sentir sobre su pelaje una especie de apresto que
parecía que le hubieran rebozado con una capa de almidón.
Brincó al suelo y se refugió detrás de unos cajones vacíos.
En menos de diez minutos el animal ya presentaba un aspecto semifósil. No podía
mover ningún músculo salvo los ojitos que, milagrosamente, se habían librado
del mejunje. Providencialmente pasó cerca de él una gatita persa. Digo
providencialmente porque, si ya es raro –e indeseable- que en una fábrica de
productos alimenticios haya ratones, más difícil aún es que haya un gato -y dos... no digamos-.
Pues bien, la hermosa gata persa, con un cascabel
atado al cuello, reparó en su presencia y se acercó a olisquear a la víctima.
Pareciéndole que la cobertura de su homólogo ofrecía un excelente aroma y mucho
mejor sabor, empezó a propinarle lengüetazos de arriba abajo. Según pasaba su
lengua áspera como lija, se iba desprendiendo poco a poco la coraza del minino.
Al lamer por encima de la tripita, éste se empezó a mover convulsivamente bajo
los efectos de las cosquillas que le procuraba dicho lameteo. Cuando le tocó el
turno a la minina –a la del gato-, sintió una sensación de lo más grata y
placentera, llegando hasta sus oídos una melodía que a él le pareció
que estaba siendo interpretada en clave de francés.
-“Marramamiau...miau...miau...miauuuu”- pensó él.
-“Humm...humm...humm...miau...miau...”- pensó ella.
-“Asiiií...así... más...maaaás ...sí, sí...
humm...sigue...sigue...no pares..ah, aaah...humm...miaaaauuu"- pensó
él.
Total, que en menos que canta un gallo, el bicho quedó
limpio de polvo y paja. De manera que se quitó el sombrero ante la hermosa dama,
y se despidió de ella diciéndole “vuelve por aquí cuando quieras”.
Al día siguiente, considerando que la pasada experiencia
había sido de lo más placentera, el lúbrico felino quiso repetir, para lo cual
aplicó la misma fórmula. Se subió a la palestra, saludó al ratón y le repitió
la frase del día anterior: “Yo me bajo en la próxima ¿y usted?
Se había puesto especialmente seductor: recortándose las
uñas, retirando las molestas pelusas que se forman con los pelos que uno va
soltando diariamente, arreglándose las pestañas, eliminando una manchita de
café que se le había derramado por encima a la hora del desayuno... En fin, encendió
un fósforo, prendió un cigarrillo, y con la última calada se lanzó sobre una de
esas calderetas que pasaban por allá abajo.
Embadurnado hasta las cejas, pero menos preocupado que ayer
por su suerte, fue silbando de contento a resguardarse tras el cajón. Esta vez
se tumbó despatarrado para darle más facilidades a la gata. Mantenía los ojos
entornados tratando de imaginar lo que se le avecinaba. A su mente acudían
imágenes de gatas salvajes provistas de látigos y ligueros.
Oyó pasos, quiso empinar sus orejas pero no pudo. En
realidad no podía empinar nada, prácticamente estaba entablillado. Felizmente
vio acercarse una sombra.
Cuando apareció un impresionante dogo argentino, por detrás
del cajón, creyó que el corazón -que por cierto, era lo único que podía
mover- se le salía por la boca.
-“Marramiauuuu...pffffzzz...pfffzzz...”- quiso decir (pero
no lo dijo).
-“Grrr...
grrr...grrr...ñam...ñam...ñam...ñampfgz...ñampgfz...”- quiso decir
el perro (¡y lo dijo!).