El compositor, en su afán por crear, siempre que iba al bar se
encargaba de recopilar frases sueltas de cada tertulia a la que asistía como
testigo mudo, convidado de piedra o simple voyeur. Después, igual que un
sastre, las hilvanaba, puntada a puntada, hasta configurar un traje que le
sonara bien al oído.
De tal modo que si un día, en una mesa contigua, se estaba
hablando de toros, él diseñaba un vestido de luces con aroma a pasodoble; si se
trataba de una pareja de enamorados prodigándose carantoñas y mensajes de amor,
esbozaba un desnudo integral a ritmo de bolero; si hablaban de fútbol, tejía
una camiseta a rayas con calzón corto al grito del alirón; pero si era un grupo
de amigos en el que unos a otros se robaban las palabras de la boca en
medio de un gran jolgorio, hacía una improvisación de jazz vestido con traje a
rayas y una corbata manchada de ceniza, merced al cigarrillo que, trémulo, el
contrabajista dejaba suspender de sus labios; si la disertación era sobre
materia política, dibujaba un disfraz de camaleón para una partitura de música
de tiovivo; y finalmente… si veía junto a la barra dos amantes
mirándose con pasión, discutiendo y amándose, besándose y enfadándose a la vez,
el artista editaba un tango vestido de riguroso luto, medias de seda con
costura y pañuelo blanco anudado al cuello, aupado sobre el atril de
un gran tacón de aguja.
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