miércoles, diciembre 27, 2006

LA MANCHA

Al principio tengo que reconocer que me sedujo. Me sentí fascinada por su porte elegante, por su forma altiva de caminar y por su pelo negro y brillante como azabache.

Pasados unos días me lo volví a encontrar de nuevo pero esta vez en otras circunstancias. Cuando le vi y supe que era él, no pude evitar rendirme a la emoción y a la pena. Me conmoví ante su presencia. Más que dolor transmitía calma y quietud y me dio la triste impresión que el sufrimiento y él ya eran viejos conocidos, antiguos compañeros de viaje de esos que, siguiendo el mismo periplo, van dando tumbos por caminos paralelos sin perderse de vista, pero siempre eludiendo hacer causa común en el trayecto.
Me pareció que aún respiraba... despaciosamente eso sí. Tal vez la causa fuera el viento, pero yo hubiese jurado ante un Tribunal que su pelo emanaba vida y que su pecho oscilaba acompasadamente arriba y abajo, un, dos...arriba y abajo...
Mi respeto y admiración iniciales fueron transformándose poco a poco en otro sentimiento alternativo, sobre todo a medida que pasaban los días y yo seguía viéndole en el mismo lugar pero en peor situación, a merced de la arbitrariedad ó despiste de cualquier mortal, y sobre todo...a medida que su interior se ponía más de manifiesto ante mis ojos. Fue entonces cuando empezó a aflorar en mí algo más parecido a la grima, al agobio ó al hastío, que a la propia conmiseración...Sus entresijos antes misteriosos e inexpugnables, ahora se presentaban insolentes ante mis ojos procurándome una tibia pero incómoda sensación de repulsa. La simple idea de pensar en el más leve contacto físico con él, me hacía estremecer – y no de gozo precisamente- produciéndome una intensa vaharada de calor.

Volví a verle un par de semanas más tarde. Su estado físico me pareció sencillamente lamentable y así se lo hice saber. Me aparté prudencialmente de su lado dando un rodeo sin paliativos. Arrugué la nariz, olía mal, decididamente mal, y de un manotazo espanté una mosca pertinaz que amenazaba con posárseme encima. Llegado este punto confieso abiertamente que yo ya era incapaz de albergar sobre él cualquier otro tipo de sentimiento distinto a la aversión.

Ha transcurrido apenas un mes desde la última vez que le vi. Hoy al pasar junto a su lado no he sentido nada más que indiferencia. Una absoluta y total indiferencia. Tanta, que me ha dado hasta miedo.
El pobre gato negro ya no es más que una huella oscura sobre el pavimento. Podría pasar perfectamente por ser una mancha de alquitrán o, peor aún, uno de esos crueles tatuajes zoomorfos con los que nos sorprende nuestro gore y satánico asfalto de cada día.
Una leve sacudida ha recorrido mi espalda de sólo pensar que a veces los humanos logramos hacer vívida y real esa misma escala de emociones en el corazón de otros individuos, pasando olímpicamente de la seducción al hastío, del entusiasmo a la indiferencia...hasta llegar a convertirnos para ellos en una mancha sobre el asfalto. Y lo que es peor, estando vivos aún.

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