domingo, febrero 13, 2011

HELIA


Helia se removió incómoda en su pequeño cuchitril. Hacía frío allí dentro y reinaba la oscuridad más absoluta. Pensó en lo paradójico de su nombre, Helia, no podía haberle tocado en suerte otro nombre más luminoso que el suyo, mientras su destino parecía ligado y condenado a discurrir entre sombras. Llevaba mucho tiempo sumida en esa callada quietud que tienen las vidas-sacórfago, cuando un buen día las cosas empezaron a cambiar tras soplar el viento a su favor. A través del grueso muro del habitáculo, elaborado con adoquines artesanos, una argamasa mezcla de rutina y aburrimiento, responsabilidades y renuncias, se abrió un resquicio, y dio en filtrarse una luz blanca y aguda que se adivinaba rutilante, hermosa, cegadora… Efectivamente, Helia acercó su rostro a la ranura y pudo contemplar el sol más bello y radiante con que jamás hubiese podido soñar. El boquete se fue haciendo más amplio, una brecha en toda regla y en toda vida, que le sirvió para poder salir de su sempiterna oscuridad. Conoció la caricia del sol, sus besos, su calor, su manera de quemar cada vez que dirigía su mirada hacia él; supo lo que eran volar mariposas dentro de su cuerpo, unas malditas libélulas que le cortaban hasta la digestión; supo lo que era tener el brillo más dorado sobre la piel, el cabello color azul mar, la belleza inmarcesible de las personas enamoradas, sobre todo… supo que en la cara a menudo se perfila una especie de hendidura de la mitad para abajo, llamada boca, que además de servirnos para comer, hablar o escupir, sirve para besar y para sonreír; esto es cuando se curva hacia arriba, pues si se curva hacia abajo la gente lo llama “estar triste”. De la mano del sol, aferrada a uno de sus rayos, un haz maravilloso semejante a las crines de un brioso corcel, conoció ese extraño e ignorado mundo que, por lo visto, le rodeaba a ella, aunque no lo hubiese podido imaginar ni en mil años que hubiese habitado allí dentro encerrada, y que a su vez vivía -y vive- circundado por el sol; realizaron largos viajes a ninguna parte, viajes singulares donde uno siempre se pierde en un aeropuerto no establecido y aparece en otro, justamente en las antípodas del anterior, que tampoco es el convenido ni el acordado, pero que siempre depara al visitante alguna grata sorpresa; Helia aprendió a besar aunque ya sabía, el que no sabía besar era él, pero ella le hizo creer que era el más maravilloso Casanova que hubiese existido jamás; también aprendió a utilizar el lenguaje, sobre todo el lenguaje de las flores, de los pájaros y de los ríos; construyó una gran casa de chocolate con almendras y avellanas, y pintó en el horizonte una enorme montaña que a menudo lucía una suerte de parhelio en sus diferentes versiones: a ratos, una espesa niebla que le velaba por completo, otras veces se cubría de cielo azul, de barbas blancas de nieve o de nubes de color violeta, según el día… Se olvidó del tiempo y del espacio, también se olvidó de las sombras. Pese a todo, Helia tenía miedo, pensaba que aquello era demasiado bonito para ser verdad. Conocía el pensamiento de Platón, conocía el mito de la caverna y sospechaba que aquello podía ser una réplica del mito, ¿y si se tratase tan sólo del efecto provocado por un helióstato? Sí… en ese caso ni la luz sería tal luz, el sol sería un sol manipulado, el amor no sería eso que ella creía sentir, y Helia no sería Helia, puede que fuese incluso una proyección de si misma arrojada a través de un espejo, quién sabe...
Un día, no recuerda si fue al amanecer o al anochecer, entre otras cosas porque en la oscuridad más absoluta uno carece de referencias para saber la hora o el momento, descubrió que el sol se había ido, la grieta seguí allí, en la pared, pero ya no entraba la luz. Lloró, suplicó, dio puñetazos en las paredes, se asomó a través del boquete, nada… sólo había negrura, un luto infinito que llegaba hasta el otro lado de la vida, allá donde todo se acaba, uno da la vuelta y regresa de la muerte; se enfadó, se peleó con una rata enorme que vivía con ella desde hacía varios años, y con la que se disputaba la escasa comida que podía arrebañar de algún rincón; finalmente, cuando ya no pudo más, se desmoronó, dando por hecho y resignándose a lo que sería –de nuevo- reeditar su futuro, un futuro basado en un presente amargo y anodino, triste.
Miró a la rata compasivamente pensando que algún día ella sería igual: “Me crecerán bigotes, barriga y un rabo largo, tan largo como el de la Pantera Rosa”. Se palpó la cara, ansiosa, buscando la hendidura, no había sonrisa, no había palabras, por no haber… ¡no había ni boca! Cansada de luchar, se tumbó sobre el gélido pavimento, apenas sentía el frío, ya no sentía ni los pies… la friura le llegaba al pecho y le cortaba la respiración, por eso lo mejor era no moverse ni pensar, dejarlo todo tal y como estaba. De pronto sintió voces, un murmullo se escuchaba desde el otro lado del muro, parecía que deambulaba mucha gente arrastrando cosas… ¿fardos, cables, maletas…? La actividad cesó cuando alguien, una voz que le sonaba familiar y conocida, que bien pudiera ser la de un locutor de radio, dio una orden seca y tajante: ¡¡CORTEN!!
Y fue ese día cuando Helia cayó en la cuenta de que la caverna era ella.

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