sábado, septiembre 29, 2007

SIMETRÍA


-“Por favor ¿sería Vd tan amable de mover un poco el cartelito que está a su derecha hacia dentro, y luego girarlo, para colocarlo mejor frente a la gente que pasa?”-

El hombre, medio adormilado, estaba sentado y apoyado contra la pared. Entornó levemente los párpados:

-“Humm... ¿cómo?”-

-“Sí, verá... es que está completamente asimétrico respecto al cartel que tiene a su izquierda...”-

-“¿Y...?-

El indigente frotó sus ojos con desgana y se rascó la cabeza con unas uñas que dejaban entrever un kilo de mugre. Se incorporó manifestando un indicio de interés, apenas perceptible, hacia su interlocutor. Se trataba de un tipo bien trajeado, con aspecto limpio y repulido, que llevaba de la mano –inexplicablemente, pues no llovía- un paraguas.
El aludido miró un cartel, después el otro, y le respondió en tono desafiante:

-“A mi me gustan así, como están...”-

-“Ejem... bueno, el asunto es que Vd está pidiendo ahí sentado; nosotros, la gente, en cierto modo le pagamos, luego somos sus clientes, y ya se sabe... el cliente siempre tiene la razón. Le confieso que soy un maniático del orden, la belleza, las proporciones, las medidas justas...¿qué le voy a hacer si no soporto ver un cuadro torcido en la pared, un libro mal colocado en una balda o un cenicero con colillas? Compréndalo... ese cartoncillo de su derecha está mal puesto y hace daño a la vista...”-
El vagabundo carraspeó, y al hacerlo movilizó unas secreciones de su garganta que, por momentos, el cliente temió le fuera a arrojar encima.

-“Jum, jum... mire lo que le digo, si quiere echar una moneda, échela ahí, en el cestillo, si no quiere no la eche, nadie le obliga, pero deje de tocarme ya los cojones ¿vale?”-

El hombre bien vestido hizo ademán de sacar la cartera del bolsillo, pero tras pensarlo unos segundos se retractó. El pobre, mostrando buenos reflejos y ante el temor de perder un potencial cliente, retocó y posicionó el cartel de cartón en el que expresaba y cuantificaba sus miserias. Después comprobó que el cartón de su izquierda estuviera en una posición debidamente simétrica respecto al anterior. En este otro justificaba de algún modo su oficio de pordiosero. Miró al hombre del paraguas pidiendo su aprobación. Él, con un gesto de la mano, le indicó que moviera todavía un poquito más el cartel de la izquierda. Después asintió con la cabeza dándole el visto bueno.
Hundió la mano en su bolsillo y, con gesto solemne, como si fuera a sacar un billete de cincuenta euros, extrajo una moneda y la arrojó en el cestillo.
El indigente comprobó que se trataba de una moneda de veinte céntimos. Le vio alejarse con su pierna renqueante, apoyado en el paraguas, que ejercía oficio de bastón. Encogió los hombros y cerró los ojos de nuevo para reanudar el sueño en el punto en que lo había dejado hacía unos momentos. En las baldosas de la acera seguía resonando el tac, tac, tac... de la bota ortopédica del paisano, con su taco de -no menos- quince centímetros, para compensar el desnivel ocasionado por una pierna ligeramente más corta que la otra.

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