lunes, octubre 22, 2007

LA LARGA CAMBIADA



Vi cómo se me venía encima. No me quedaba otra solución que rezar o plantarle cara, pero lo que decidiera debía hacerlo en cuestión de segundos. Un elemento así no admite titubeos de ninguna clase.
El fogonazo de un flash-back me hizo recordar mis antiguas épocas de lidiador, antaño, cuando me presenté en esta misma plaza de Las Ventas ¡la mejor del mundo!
Tuve que vérmelas con un par de morlacos que llevaban tatuado sobre su piel el hierro de Mihura. Ja, ja, ja...¡hay que ver qué listos eran esos cabrones! Tenían bien merecida su fama de ásperos porque, los que entienden, dicen que eran unos toros que desarrollaban mucho sentido, y pronto sabían donde estaba el bulto, lanzándose a por él en medio de un festival de derrotes y tarascadas.
He de reconocer que me he sentido siempre muy identificado con esa divisa, pues -los que entienden- también afirman que mi embestida es de naturaleza bronca y antipática.
Por eso el otro día quise volver de nuevo al lugar que me corresponde por ley. Había dejado atrás Gran Vía y enfilaba Alcalá en dirección Ventas. Podía sentir su aliento en mi cogote. Recordé aquella máxima que me enseñaron cuando era novillero y aún me faltaban algunos años para tomar la alternativa; una norma básica de manual: "Jamás le pierdas la cara al toro. Cuando cites, hazlo de frente, pero cuando salgas de la suerte tampoco le des la espalda, es necesario que él sienta tu respeto... pero también tu hombría."
Por eso, de súbito, me giré. Las ruedas chirriaron sobre el asfalto e hice un trompo allí mismo, en medio de la calle, entre la admiración de unos pocos, el espanto de muchos y el asombro de todos. Aferré fuertemente el volante entre mis manos como si fuera un capote -de hecho sentí el mismo subidón que cuando esperaba a porta gayola al del traje negro, mordiendo la esclavina, con la montera calada hasta las cejas-; solté la mano izquierda y agité en al aire la derecha, haciendo ondear un percal imaginario. Me postré de hinojos y con un hábil juego de cintura me colé a través de uno de los arcos de la puerta, a escasos milímetros de rozar el muro, entre los gritos y ovaciones de la afición. La Puerta de Alcalá, tras esa primera larga cambiada, quedó perfectamente colocada en el centro de la Plaza de la Independencia, para que, el que suscribe, le hilvanara con enjundia una interesante tanda de pases en un vibrante y arriesgado tercio de capote.

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