miércoles, agosto 18, 2010

ASTURIANADAS






Ayer lunes amaneció con niebla, una niebla cerrada que llegaba hasta el verde prado y amenazaba con filtrarse y fundirse con el azul del agua piscina.
Luís, el portero, como si la cosa no fuese con él, a las ocho de la mañana realizaba sus tareas de limpieza en ella, en la piscina: midiendo el cloro, saneando el fondo… Desde la terraza yo me preguntaba para qué… si después de todo no se iban a poder bañar los vecinos. Pero sin duda él sabe más de esto que yo y conoce mejor el clima, pues no habría transcurrido más de una hora cuando lucía un sol radiante, y no habrían pasado más de dos horas cuando ya estaban los primeros bañistas zambulléndose en la transparencia de sus aguas.
Que el cielo es muy cambiante en los sitios de montaña, lo sabe hasta un niño de pecho. Las apariencias que adquiere a lo largo del tiempo –del día- y del espacio –el escaso espacio que alcanza una mirada- oscilan de tonalidad, de densidad y hasta de textura. Es sorprendente lo variopinta que puede llegar a ser la bata que viste el cielo cuando se divisa desde las proximidades montañosas. Sostiene Goethe en su libro autobiográfico “Viaje a Italia”, que la montaña no es inamovible como pensamos la mayoría de los mortales, al contrario… las cumbres son las que, silenciosas, atraen hacia si a las nubes y hacen con ellas de su capa un sayo: absorbiendo su energía, comprimiéndola … así mucho rato… hasta lograr hacer que las nubes lloren en forma de lluvia o se disipen y dejen paso al sol: no molesten por favor… ¿no ven que Su Majestad el Astro Rey quiere pasar?
Por la mañana, en bici, el paseo fue hasta Villanueva de Cangas, está cerca, justo al lado, y allí se asienta el Parador. Está próximo al Sella, rodeado de prados verdes y, al fondo, las montañas. Aquí siempre están al fondo las montañas, y cuando no están al fondo están enfrente, o encima de uno, o debajo de nuestros pies. “Ellas” son las protagonistas, llegando a eclipsar a los ríos que las atraviesan dejando labradas en sus cuerpos de piedra profundas cicatrices, abruptas y oscuras gargantas.
Es un paseo agradable y breve en terreno llano, con el aliciente final de poder callejear por Villanueva, un pueblito ribereño, antiguo y lleno de encanto.
Por la tarde la excursión se centró en circundar el Parque Natural de Ponga, iniciando ésta en la carretera que sale de Cangas hacia Riaño, girando hacia San Juan de Beleño y regresando de nuevo al Desfiladero de los Beyos. Un círculo perfecto que encierra dentro hectáreas y hectáreas de bosque. Son bosques de peloños y castaños, son hayedos. La carretera discurre entre un profundo desfiladero formado por el río Ponga que vierte al Sella. No es de extrañar que el Sella se vuelva bravo y se ponga farruco cuando vienen las crecidas, pues bebe el agua que le sirven muchos camareros en bandeja, por lo que voy viendo -entre otros- bebe: Del Güeña que a su vez bebe del Cares; del Dobra, del Ponga, del Santa Gustia… El paisaje es espectacular, supongo que como ocurre siempre, unos tienen la fama y otros cardan la lana. El Desfiladero de Los Beyos o la Hermida tienen merecido reconocimiento por su singular belleza, el del Cares no digamos… pero el Desfiladero del Ponga puede rivalizar con ellos en hermosura y longitud se ponga-n los otros como se ponga-n. Desde Beleño y sus miradores las vistas son fascinantes, y las rutas guiadas que proponen en Turismo al interior de sus bosques… imagino que han de ser sobrecogedoras por lo que tienen estos de tupidos y frondosos.

Otro lugar para no perderse –o para perderse en él durante unas horas de un día soleado, según se mire-, es el Mirador del Fito, partiendo de Arriondas, una carretera que sale a la derecha, justo al volver un bar que hace esquina y que se llama así, El Mirador.
El camino, unos diez kilómetros, presenta al principio un suave ascenso, luego la pendiente se recrudece. La carretera, como todas las de montaña, tira a angosta, aunque en este caso lo que tenemos a un lado u otro de ella no es un impresionante paredón de piedra caliza, en este caso hay árboles, árboles elevados, ignoro la especie a no ser que alguien me señale dicho dato, pues carezco de conocimientos de botánica y no identifico ninguna planta salvo la de los pies, y a veces ni eso. Lo que sí puedo señalar es que los árboles se juntan arriba, se abrazan y forman un túnel casi a lo largo de todo el recorrido, procurando una grata sensación de frescura a quien transita dentro de él. Poco a poco, a medida que ascendemos por la carretera, nos podemos ir dando cuenta, si miramos hacia la derecha, del panorama que se avecina, de lo que serán unas impresionantes vistas al llegar al mirador. En efecto: nada más bajar del coche y poner los pies en el suelo, el espectáculo que se ofrece a nuestros ojos es único e irrepetible, entiendo a Sthendal… Uno no sabe hacia dónde mirar, uno desea captarlo todo con la cámara de fotos, uno no deja de ser ridículo frente a tanta majestuosidad de la naturaleza, como si el objetivo o el zoom de un aparato pudiese reproducir las sensaciones que provoca en nuestro ánimo el hecho de vernos inmersos, tan pequeños, dentro de un espacio abierto al cielo, al mar, a la montaña, al fondo de un profundo valle… pues todo eso es lo que se divisa desde el mirador y desde otros puntos que no son el mirador propiamente dicho. En días claros, es obligado hacer siempre las excursiones en días claros o de lo contrario no merece la pena, se ven a derecha los Picos, a la izquierda el mar, Ribadesella y Lastres, al fondo y abajo una profunda garganta, la de un enorme valle abierto y boscoso, al dorso, a la espalda, el Pico Pienzu, el más elevado de esa zona y hacia el cuál podemos dirigirnos haciendo senderismo a lo largo de una marcha de unas cuatro horas –me refiero a todos aquellos que puedan hacer esas cosas sin tener otras obligaciones que atender-. Naturalmente a estas excursiones no faltaron mis viejos, los dos; naturalmente subieron las empinadas escaleras del mirador; naturalmente se asomaron al vacío a través de él… Mi vieja y su bonita sonrisa, las dos, se portaron como jabatas, me propuse que subieran, aunque fuese en parihuelas, y así lo hicieron.

Hay otra zona mirador no tan conocida por los turistas que está un poco más abajo, justo al salir del Mirador de Fito girando por un caminito a la derecha. Aquí además hay un área recreativa con bancos instalados para que la gente vaya a comer o a merendar. Lo cierto es que allí no había nadie, salvo una enorme antena en lo alto de la cima –imagino que a través de ella se recibirán señales de todo lo divino y humano que pueda propagarse por ondas- y una vaca. Una vaca lechera muy gorda que tenía el pavimento de la zona destinada a parking completamente lleno de estiércol. La vaca estaba a lo suyo, paciendo con parsimonia en solitario –el buey sólo bien se lame-, ajena a los ocasionales visitantes que, cámara en mano, nos empeñamos en inmortalizar lo inmortalizable. Tras la vaca había una pintada grafitera en un muro donde se hacía apología de distintas comunidades autonómicas, desde el puxa Asturies al visça Catalunya, pasando por el gora Euskadi.
Yo, muy bragada, todo hay que decirlo, le cité desde lejos –muy lejos por si acaso- con mi pantalón rojo, a ver si se arrancaba y, modestamente, podía recetarle unos lances a la verónica o por chicuelinas. La vaca me miró con gesto indiferente, pasó de mí como de comer pienso –estando en el paraíso del verde y de la sidra, quién piensa en comer pienso…- y ni se inmutó, es más… se escudó en la pintada de visça Catalunya para hacerme ver, de manera subliminal pero rotunda, que allí mis artes toreras no tenían nada que rascar.
De modo que tomamos las de Villadiego, en este caso cuesta abajo, hacia Colunga y Lastres. El descenso por carretera resulta a ratos vertiginoso, debido sin duda a la escasa distancia que media entre la montaña y, en este caso, el mar. No quiero imaginar cómo debe sentirse uno haciendo ese descenso sobre una bici o una moto…
Llegados a Colunga, las casas señoriales nos saludan al pasar a ambos lados de la carretera que conduce hacia el pueblo. Casas enormes, preciosas, antiguas… unas más habitadas que otras… nos preguntamos cómo habrán llegado sus dueños, los que las pusieron allí, a hacerse con esos terrenos. Y nos respondemos que seguramente a expensas de dinero, no. Antiguamente los poderosos no “compraban” las tierras, directamente las tomaban.

Lastres es un pueblo costero situado en un enclave maravilloso, sorprendente… espectacular para el turista… incómodo para vivir… Es un pueblo muy, muy largo… que sube en pendiente, muy, muy pendiente; forma una profunda brecha que se abre al mar y deja mostrar a Lastres como si lo hiciese desde un balcón. La calles llenas de turistas y coches aparcados a los lados como pueden, sobre las aceras, en cualquier parte, están atravesadas por estrechísimas callejuelas con empinadísimas escalinatas que intentan facilitar el acceso a los viandantes desde unos niveles a otros más superiores, aunque es un decir lo de “facilitar” viendo el grado de inclinación y el sinnúmero de escalones que presentan dichas escaleras. Abajo, como hormiguitas, las barcas en el puerto, un puerto diminuto y cerrado; más adelante la playa, muy honda, como una cala, con todos los ingredientes del Cantábrico: arena, verde, árboles… y al fondo, pero muy cerca en este caso… siempre ellas… las montañas de la Cordillera del Fito.
El Rudo reflexionaba y decía: Pensar que los asturianos no han tenido que hacer nada para tener todo esto, sólo nacer aquí y hala… a sacar pecho. ¿Ves? Le decía yo, lo de los nacionalismos es una traza y una boutade. No deberíamos mostrarnos tan rigurosos a la hora de reivindicar nuestra nacionalidad, cuando lo de nacer aquí o allá se trata sólo de un mero accidente, sea hermoso el sitio de nacimiento o no lo sea, si acaso… estamos en condición de elegir el sitio dónde queremos vivir, no dónde queremos nacer.

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