Asomadas a través de
la vidriosa mirada del Monstruo de Hierro, palomas blancas de lino se agitaban
convulsas para decir adiós a los que se quedaban en tierra.
El “bicho”,
traqueteando, hizo crujir la pesada osamenta al reanudar su andadura.
Sus quejidos metálicos
rompieron la sedente paz del ocaso convirtiéndola en fragmentos hechos jirones.
Uno de ellos, el más cercano a mí, se vistió de gris abatimiento; el otro,
alejado de mí pero cercano a tu destino, se vistió de ese color oro tan
seductor que corteja a la esperanza y presagia el mejor sino. Sólo una lengua
de humo negro, a modo de serpiente, trepaba hasta el cielo y ensombrecía dicho
futuro.
El Monstruo de Hierro,
ajeno a nuestros afanes, se deslizaba con pereza sobre los raíles, resollando
de cansancio sin apenas haber iniciado la marcha, tal vez porque llevaba las
tripas llenas a rebosar de equipajes cargados con proyectos e ilusiones. En tu
maleta, además, te llevabas mi tristeza.
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