El viejo Capitán se plantó ante
la fachada del Conejo Loco, naturalmente era de noche, como siempre que iba
allí. Y como otras veces, se dejó cautivar por la señorita de neón que,
parpadeante, y desde un lateral del edificio, saludaba en biquini con un
conejito asomando a través de una chistera que sostenía en la mano a todos los
coches que circulaban por la carretera.
Era una especie de guiño, ahora
azul, ahora rojo, sí, no, sí, no, sí, no, azul, rojo, azul, rojo… de tal modo
que el parpadeo luminoso, más que provocación era sinónimo de burla, de vaticinio de un juego.
Empuñó el picaporte de la pesada
puerta de madera, casi acorazada, y pasó al interior del local. Estaría de más
decir que el club por dentro presentaba una escasa iluminación y estaba aún
peor ventilado, no obstante, nos detendremos en ello un instante sólo para
recordarlo [...]
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